El pesado lastre de la "Hispanidad"
La crisis institucional, moral, económica y social que vive el Reino de
España debería ser objeto de un debate abierto, sincero, desprovisto de
prejuicios, apoyado en la razón y lejos del sentimentalismo. La falta de
cultura democrática en España polariza las discusiones hacia la
izquierda y hacia la derecha, obviando la raíz de los problemas. Por
ejemplo, señalando que Rajoy nos trae los recortes injustos y
autoritarios, y advirtiendo también las quejas izquierdistas consabidas,
todo suscita el automatismo equivalente: Zapatero fue nefasto y dejó la
Caja arrasada, ocasionando la famosa “herencia” que ahora debemos
curar… Una Izquierda y un Derecha convencionales que están ciegas a la
hora de ver lo fundamental, mientras se tiran los trastos a la cara, con
reproches cruzados que siempre llevan su parte de razón. Y ¿qué es lo
fundamental con respecto a lo cual están ciegas las izquierdas y las
derechas del régimen? Lo fundamental que aquí debería ventilarse es la
misma “España”. ¿Qué cosa es esa?
Por de pronto, España es una cosa cuestionada. Por más que su concepto
sigue despertando entusiasmos futbolísticos y agitaciones de banderas,
España reúne todas las papeletas de ser una “nación fallida”. Hay una
verdad oculta a las conciencias del sector más españolista de nuestra
derecha y de nuestra izquierda de signo convencional: España es fruto de
la más radical diversidad étnica, cultural e institucional. La
pluralidad de identidades inscritas en el Reino procede de la Alta Edad
Media, fundamentalmente. Durante el transcurso de la llamada
Reconquista, fue la índole de los pueblos que la llevaron a cabo, y el
ritmo y las condiciones de la apropiación y repoblación del suelo las
que marcaron las bases de la desigualdad regional y étnica en la
Península. Después, ya en la Modernidad, la falta de unión jurídica y
económica de los diversos territorios, soldados exclusivamente por
arriba, por la Corona, lastró al Imperio Español en sus intentos de
convertirse en una nación moderna, en una nación-estado. Y eso que los
Borbones, una vez instalados en un suelo que les resultaba extranjero y
que siguieron viendo de forma patrimonialista, hicieron serios intentos
por seguir el camino francés: la vía de la centralización y del
jacobinismo. Es cierto, sustancialmente, que fueron los azares de la
Historia, y los caprichos de la “fuerza de las armas”, los que
retuvieron a los países levantino-aragoneses (el Principado de Cataluña
de manera muy señalada bajo el prisma del presente) junto a Castilla, y
no, por el contrario, Portugal. Los denostados “futuribles” de la
Historia sirven –no obstante- para avanzar en el terreno del concepto,
de la Filosofía de la Historia: ¿Cómo habría sido la Historia de haberse
unido Castilla a Portugal, y, en cambio, haber dejado a los países del
Levante, quizás liderados por el Principat, o quizás encabezados por
Valencia, seguir su destino mediterráneo? Muy distinto sería el curso de
los acontecimientos, sin duda. Objetivamente, siguen existiendo las
“dos Iberias”: la mediterránea y la atlántica. En mi libro, Casería y
Socialismo, entre otros lugares, defiendo el cariz atlántico de la
nación asturiana, gobernada –al igual que otros territorios norteños- a
modo de una república (casi) independiente hasta el siglo XVIII. La
juntas norteñas hablan de una diversidad dentro de la Corona castellana,
entre ellas la Junta General del Principado de Asturias, y las juntas
de las provincias vascongadas. La conexión nórdica de los puertos
cantábricos, junto con un sentido de la tierra hondo distinto al
mediterráneo, son señales de una mayor relación del norte de España con
el mundo atlántico (Portugal, Bretaña, Islas Británicas, Flandes,
América), que con la mesetaria Castilla, mucho más dada a encararse con
sus proyecciones africanas (una vez conquistada Granada) y mediterráneas
(una vez que se unieron las coronas castellana y aragonesa). A partir
de su misma constitución como Imperio, lo “hispano” naufragó como
nación. Todos los esfuerzos de medievalistas españoles como p.e. Julio
Valdeón o Luis Suárez, de hacernos creer que “España” o “Hispania” era
un anhelo compartido de unión entre reinos, en los ocho siglos de
Reconquista antes de la unión matrimonial de Isabel y Fernando, quedan
en nada si nos fijamos en el cariz meramente patrimonial de los reinos,
divisibles a voluntad testamentaria del monarca. Esa palabra España era,
más bien, un término geográfico de índole neutra, cuando no dotado de
resabios eruditos y clasicistas. De hecho, cada Corona albergaba en su
interior un mosaico étnico, y si bien es más conocida la estructura
polinuclear y federalizante de la Corona aragonesa, en el propio reino
de Castilla se daban las condiciones de esa diversidad. Todo el norte
del Reino de Castilla conservaba la estructura jurídica y representativa
de las viejas “repúblicas” que, al estilo medieval y pre-liberal, no
veían contradicción entre su autonomía (lo que yo he llamado en mis
libros, el “paleoautonomismo”) con su lealtad a un Rey. En el Antiguo
Régimen, y especialmente antes de las reformas borbónicas, el Rey solía
contentarse con que las juntas provinciales concedieran aportes de
tropas y subsidios.
Resulta irónico que hoy los ejes de “desarrollo” capitalista en el Reino
coincidan en buena medida con la geografía de la corrupción española.
Con la aguja del compás puesta en Madrid, a punto de consolidarse como
cloaca de Europa una vez que se convierta en ciudad-casino (Eurovegas),
todo el arco mediterráneo que conoció grandísimas tasas de acumulación
de plusvalía se hunde hoy por el estallido de la burbuja inmobiliaria y
la baja formación de gran parte de su población. El dinero fácil y una
dependencia excesiva del turismo de sol y playa, la conversión de
pueblos enteros en vomitorios y prostíbulos, junto con el deterioro
medioambiental, ha hecho de la España sureña y mediterránea un modelo
del Horror, un ejemplo de subdesarrollo y de capitalismo voraz,
puramente especulativo, nunca asentado sobre bases serias y confiables.
Mientras tanto, la España noroccidental dormita alejada de esos ejes de
desarrollismo, de turismo de sol y playa. Como sus bases productivas
tradicionales nada tienen que ver con el turismo de sol y playa, ni con
los prostíbulos y vomitorios, los países del N.O. duermen, y además se
encuentran muy alejados de la frontera de Francia y de Europa. Dándole
la espalda a Portugal, atrapados entre el mar cantábrico y la meseta
castellana, y maquiavélicamente enfrentados entre sí por intereses cuyo
origen fácilmente se detecta en Madrid, los países del Noroeste Ibérico
postergan una y otra vez su alianza cada vez más necesaria.
Se potencian enemistades entre gallegos y asturianos, enemistades en
buena medida artificiales y sin base popular, intentando galleguizar la
región eonaviega. Se intenta mantener a León dentro de Castilla y como
región dependiente de Valladolid, cuando el lazo histórico y étnico de
León es más fuerte con Asturies. Se intenta, por todos los medios,
desconectar las autonomías asturiana y cántabra ignorando la realidad
indudable de un plural histórico: Las Asturias (de Oviedo, de
Santillana, de Trasmiera…) solamente desconectadas por la acerba acción
castellanista. Se puede sostener- con un poco de conocimiento de la
historia y del conocimiento de la construcción del discurso geográfico,
que la invención de un ente estatal, con pretensiones nacionales,
llamado “España” fue el verdadero separatismo. El nacionalismo español y
su arbitraria separación de provincias, especialmente a cargo de los
liberales, fue el verdadero separatismo que cizañó la existencia genuina
de los pueblos ibéricos, existencia que siempre es alienante si se
tergiversan las líneas territoriales y se alteran las relaciones
naturales de vecindad. Hace falta, tanto como el comer, una poderosa
Alianza del Noroeste, una alianza de pueblos que –amparándose en su
identidad compartida desde los viejos tiempos del Reino Asturleonés-
devuelva a unos parámetros de normalidad las tasas de demografía y de
actividad productiva de este Occidente peninsular que fue, también,
baluarte de la europeidad de la Península en diversos tiempos aciagos de
la historia.
Necesitamos aunar fuerzas entre pueblos vecinos y avanzar hacia una
superación del actual “Estado de la Autonomías”. Es evidente que 17
autonomías, 17 parlamentos, 17 entes artificialmente creados es una
sangría de recursos, es un despilfarro. Pero la solución centralista y
unitaria nunca va a ser solución. En los peores momentos de centralismo
español, bajo el gobierno de liberales decimonónicos o bajo el gobierno
dictatorial de Franco, la dialéctica entre centro y periferias siempre
se agudizó, el caciquismo retornó con fuerza y la desigualdad más
injusta fue la tónica del estado-nación fallido. El burocratismo que
nació con los Habsburgo fue siempre el cáncer de un Imperio desmesurado,
con diversidad y lejanía de territorios y una base económica claramente
anticuada. España aportó a Europa el burocratismo de su Imperio sobre
la base de una Castilla retrasada, que ahogó su agricultura en aras de
una ganadería merina monopolística. El poso que dejó la paupérrima
sociedad castellana –guerrera mas no industriosa- como base de un
Imperio que, desde el siglo XVI no ha dejado de menguar, ha sido nefasto
para las periferias ibéricas. Curiosamente el hundimiento de las ricas
ciudades castellanas y andaluzas en el siglo XVII supuso una
revitalización de la periferia, una oportunidad para su desarrollo sin
ahogarse por causa de las fechorías de una Corona y una Alta Nobleza
estúpida y enemiga del trabajo productivo.
Resulta muy llamativo leer en los documentos conservados entre los
siglos XVI y XVIII cómo la sociedad eminentemente rural del Norte
conservaba una “ética del trabajo” en la que, al más puro estilo
anglosajón, no era extraño ver al hidalgo –de diversa fortuna económica-
empeñado en labrar sus tierras y cuidar sus propias caserías. El
hidalgo asturiano o el vasco, afanados en sacar partido de su tierra y
nunca ocioso guardaba mayor conexión con la gentry británica y otros
campesinos libres del norte europeo que con su equivalente haragán
castellano, quien al quedarse sin cruzadas no hizo otra cosa que valerse
de los resortes de la burocracia, de la vida cortesana o, simplemente
morirse de hambre con mucha dignidad. La dignidad de quien no trabajaba y
transmitía su sentimiento parásito, su condición de improductivo
incluso a las clases bajas, como muy bien nos retrata la literatura
castellana sobre los pícaros. De esa hidalguía universal norteña, muy
instruida, brotaría en gran medida la Ilustración española y gran parte
de los hombres de Estado que –como Jovellanos- elevarían el nivel
intelectual y el nivel de europeísmo de una España fracasada como
Imperio, de una Castilla instrumentalizada por una dinastía
progresivamente estúpida, alejada de la realidad y feudalizante en medio
de un capitalismo dominante que daba sus pasos rápidamente desde la
Monarquía administrativa (Foucault), al Capitalismo comercial e
industrial.
A pesar de los intentos por restaurar a los Borbones –todos ellos tan
nefastos para el destino de los pueblos de España- y a pesar de
modernizar ciertas instituciones, sigue poniéndose en evidencia que las
constantes inveteradas de la historia ejercen un poder inmenso. Cuando
este Reino pudo haber levantado cabeza, en las últimas décadas, el
carácter delicuescente de su clase política, la ética del pelotazo
(contrapuesta a la ética del trabajo que predominaba aún en el mundo
rural y en la vieja hidalguía norteña), la corrupción generalizada en
toda la sociedad, el caciquismo, los modos y maneras africanos –antes
que occidentales- de todas las clases sociales, hace ver que una mera
importación de modelos foráneos no se ajusta a esta colonia del Capital –
antaño un Imperio, pero nunca Nación- llamado España no es viable. Los
pasos atrás que estamos conociendo en derechos, en altura política, en
productividad, en cultura y formación- no auguran nada bueno si seguimos
en el actual marco: Monarquía, Estado de las ¡¡17!! Autonomías,
economía del turismo de sol y playa, de casino y prostíbulo, de pelotazo
inmobiliario, de banca controlada políticamente… El marco habría de ser
otro: una confederación de pueblos que tengan bases históricas y
étnicas similares: el Noroeste (Galicia, Les Asturies, León),
Confederación vasco-navarra, Castilla, Andalucía, Canarias, Aragón y
Países Catalanes. Por lo demás, las viejas instituciones caducas, desde
la Monarquía hasta la capitalidad madrileña habrían de ser barridas del
mapa dada su artificialidad. Junto a ello, un gran pacto educativo donde
se eleve la instrucción del pueblo y las diversas lenguas ibéricas
fueran enseñadas en todo el territorio de la Confederación sentaría las
bases de una comprensión y acercamiento mutuos. Una federación de
naciones reales y un pacto social nuevo con el que salir de la brecha
institucional, moral, económica y de identidad en que vivimos. España es
la que sufre ahora un grave problema de identidad y nada se resuelve
con la proclamación de “nacionalismos privilegiados” (acaso el catalán y
el vasco) que traten de medirse con el nacionalismo español
(castellanismo). Esto es dar vueltas a la noria. En un mundo en el que
las naciones se están quedando pequeñas ante la creación de grandes
bases productivas y militares se deben hundir más las raíces hacia el
centro de la tierra y encontrar aquello que nos une, para cobrar fuerzas
y reparar errores, como el de la Hispanidad, un error de 500 años que
sólo intentó dotarse de instrumentos efectivos en el último siglo y
medio, ocasionando con ello una ruina moral y una devastación completas.
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