La ruta 'viciosa' del boom inmobiliario pierde fuelle sin los ladrilleros
Eran fáciles de reconocer. Hace un tiempo no muy lejano, los principales
ladrilleros del mercado alternaban en conocidos templos gastronómicos y
de ocio de la capital al tiempo que cerraban operaciones millonarias.
Eran épocas de pago al contado, con billetes de gran factura y propinas
bien generosas, mientras los coches de gran cilindrada con chófer
impoluto esperaban a la puerta de los establecimientos aparcados en
doble fila.
Normalmente, esta ruta de trabajo y ocio a partes iguales comenzaba a
media mañana en la cafetería Embassy, un lugar de encuentro algo demodé
en pleno Paseo de la Castellana. Lugar frecuente para tomar café y
pastas por el público femenino del barrio, los prohombres del ladrillo
se daban cita a partir de media mañana en este templo para despachar con
asesores e intermediarios al tiempo que llegaba la hora del primer
aperitivo de la jornada.
No muy lejos, a un par de manzanas a pie, uno de los restaurantes
habituales que elegía el star system del ladrillo para comer era El Lago
de Sanabria. Ubicado en la Calle de Ayala, entre los ejes capitalinos
que marcan Serrano y Velázquez, este rincón de comida tradicional, con
un pequeño salón y mucha afluencia de público en hora punta, ha sido
siempre un lugar de encuentro para financieros y abogados con despacho
en el centro de Madrid.
Después de almuerzos copiosos, siempre con varios platos de caza en la
carta, la sobremesa solía extenderse al Simposium, un bar de copas con
decoración de estilo británica emplazado en la Calle de Castelló. A este
punto, las conversaciones de trabajo, con operaciones millonarias en
juego, habían dado paso a charlas informales sobre asuntos más
personales, momento en el que habitualmente tocaba confraternizar con la
otra parte.
En esa época de vino y rosas, las jornadas de trabajo bien podían llegar
hasta primera hora de la noche. Las operaciones se cerraban con apretón
de manos mientras el gin tonic aguardaba en la otra su turno o mientras
se discutía la finca de caza donde se volverían a ver todos ese fin de
semana. Para esa última ronda de destilados, uno de los enclaves
frecuente era Las Bridas, un bar clásico de la Calle de José Abascal, próximo a ofertas de ocio más reservadas.
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