de junio de 2006.. un repaso a la historia, porque "la vivienda nunca baja"
pongo las dos partes del relato..
Del blog de Alberto Noguera
La historia de Pepita Nuncabaja
Me acaba de llegar al e-mail la historia de una tal Pepita Nuncabaja.
Dice que se solidariza con Pepito Relámpago y se ha decidido a contarme
su caso.
Resulta que esta Pepita es profesora de Economía en secundaria y tenía
un novio también profesor, de latín. Los dos vivían felices y contentos,
en sus respectivos pisos compartidos alquilados en Barcelona. Pero ella
quería su pisito, sus amigas no paraban de llamarla contándole sus
maravillosas revalorizaciones, los cochazos que sus maridos habían
metido a la hipoteca (y desgravado como "vivienda habitual"). Había una
que se había metido la silicona de las tetas también como "vivienda
habitual". Y claro, Pepita no podía más. El profesor de latín, con
aquella tripa, aquellos dedos gordezuelos, aquel cabezón ralo, no era el
hombre de sus sueños, pero era lo que había.
En unos pocos meses de terapia intensiva, consiguió convencer al
latinista de que alquilando estaban tirando el dinero. Había que dar el
paso. Aquel buen hombre, formado como estaba en declinaciones, miembro
de un club de Esperanto, confió en el ojo económico de Pepita.
Entonces, como había algo de prisa porque los precios subían sin parar,
decidieron visitar una inmobiliaria y preguntar sobre su capacidad de
compra. La agente, argentina que vivía de alquiler, vio aquellas dos
nominitas, tan seguras, tan estatales. Entonces, les hizo un plan de
inversión: financiación al 110% de la tasación, para pagar los gastos de
notario y demás. El tipo de interés: Euribor + 0,95. Seguro de vida
para su novio. 6% de comisión para la agencia. Total, 280.000 euros a 30
años por un zulito de una habitación en el barrio de Sants, en uno de
los nuevos bloques postolímpicos. La oportunidad de sus vidas.
A su amigo le entraron sudores fríos. Dijo que en la antigua Roma hubo
una época de excepcional bonanza gracias a la construcción de acueductos
a cargo de mano de obra esclava importada de Cartago, pero que tras las
revueltas espartaquistas la inflación se disparó y los inmuebles se
desplomaron.
La agente se quedó como de piedra. Pepita casi le soltó una bofetada allí mismo. "La vivienda nunca baja".
A partir de ahí, fueron a ver el piso y firmaron a toda prisa. La
hipoteca no resultó ningún problema: 1.180 euros al mes. Como la
tasación había sido generosa, pudieron incluso comprarse un ordenador
nuevo para él y una operación de tetas para ella.
Pasaron los meses y sobrellevaron la convivencia como pudieron. El
latinista no quería casarse, por no "recortar su libertad". Ella pensaba
que tal vez tuviese que darle recambio algún día, cuando la
revalorización los hubiese hecho ricos y pudiese marcharse con algún
ingeniero deportista a un dúplex. De momento, recogía cada mañana los
pelos que aquel hombre iba soltando en la bañera, el lavabo y hasta el
bidé.
También notaba que, sin estar resfriado, la papelera al lado del ordenador se le llenaba siempre de kleenex.
En 2004, a ella la trasladaron a Palau de Plegamans. Todavía estaba de
interina y no podía negarse al traslado. Tuvo que empezar a levantarse
todos los días a las 5 de la mañana para coger el metro a las seis y
luego el tren a las seis y media. Llegaba media hora antes al instituto,
pero no había otra combinación.
Pepita había avistado ya un par de pimpollitos como a ella le gustaban:
jóvenes, atléticos, inteligentes y con empuje. El problema es que eran
sus alumnos. Los profesores parecían almas en pena, de aula en aula, con
sus carterones de cuero, como si llevaran las hipotecas dentro.
Había, en todo caso, uno que no estaba mal: profesor de matemáticas,
todavía sin alopecia, alguna que otra pata de gallo, no muy gordo y
simpático. Intentó un par de conversaciones, con la seguridad que le
daban sus nuevos pechos voluminosos, hasta que él mencionó a "su novia".
En todo caso, el 2005 no fue un mal año para Pepita. La revalorización
iba viento en popa. También comenzó a subir el Euribor. Ella había
calculado leves subidas, unas decimitas. Eso decía la previsión del
diario Expansión, que a veces hojeaba. Estaba todo bajo control. La
cuota mensual se fue a los 1.200 €, pero en casa entraban casi 4.000.
A principios de 2006 el latinista quiso tener una conversación solemne:
que si él y ella, que si los sentimientos, que si no se pueden negar,
que si el futuro, que si la vida es así o asá. El caso es que había
conocido a una esperantista rumana que se trasladaba a España en poco
tiempo. Se iba a vivir con ella.
Pepita entonces comprendió los kleenex de la papelera. También
comprendió que tenía un problema. Si ponían el piso a la venta, tal vez
podrían obtener unos 350.000 €, pero a ella le corresponderían sólo
175.000. ¿Qué podría comprarse en Barcelona por esa miseria? No iría a
vivir a Palau de Plegamans. Tampoco iba a meter el dinero en cualquier
ING y tirarlo poco a poco en un alquiler.
Pepita, entonces, ideó un maquiavélico plan. Tuvo una conversación con
el latinista: el problema que le había creado era muy gordo y ella se
merecía una reparación. Además, los indicadores macroeconómicos eran
negros, muy negros (utilizó algunos argumentos de unos foritos de locos
llamados Burbuja.info, Lainmobiliaria.org e Idealista.com).
El latinista se amedrentó. ¿Cómo podía ser que todo marchase tan bien,
que su piso se estuviese revalorizando tanto y que de repente todo
estuviese tan negro? Pepita le dijo que así era la economía, que iba por
ciclos.
Entonces, le ofreció quedarse ella con la hipoteca, sin darle un duro a
él. Así podría marcharse tranquilo con la rumana. El hombre aceptó,
aunque a regañadientes. La rumana no tenía trabajo, tendrían que tirar
el dinero en un alquiler.
Pepita, con eso y con la nueva subidita de Trichet, se quedó con una
letra de 1.300 € para sus 1.900 netos mensuales. Pero, alentada por la
revalorización, decidió ampliar la cosa un poquito más y comprarse un
Volskwagen Golf para ir a Palau de Plegamans en menos tiempo. La letra
se le quedó en 1.479 €. Todavía le quedaban 400 para comida, gasolina,
ropa y gastos varios.
Pero a finales de 2006, después de dos subiditas más de los tipos, la
letra se quedó en 1.664 € y entró en números rojos. Pepita pidió ayuda a
sus padres, que comenzaron a sacarse 300 € al mes de sus sueldecitos
para que ella pudiese comer.
La situación había cambiado demasiado rápido para Pepita. Estaba allí en
su zulo, como feliz propietaria, sola, remendando las medias, cosiendo
sus bragas viejas, hirviendo arroz para cenar. A veces le parecía
mentira que fuese tan rica y en cambio tuviese que ahorrar tanto.
Comenzó a oir campanas de aumento mayor de tipos. Aquello no entraba en
sus planes. Ella había creído a las fuentes más solventes de España:
Expansión, Cinco Días, La Gaceta de los Negocios.
Poco a poco, le fueron entrando los nervios. Cada vez que veía una raya
en su Golf (que aparcaba en la calle) le parecía una cicatriz
irreparable. No tenía dinero para pintar otra vez los parachoques.
Conducía muy despacio, para ahorrar gas oil, pero aún así el gas oil no
dejaba de subir. Cuando llegó un mes la letra del seguro y tuvo que ir a
su casa a pedir más dinero se dio cuenta de que no podía mantener el
coche. Sus padres eran un camarero y una limpiadora de oficinas. Habían
pagado ya su pisito, pero después de la entrada del euro ya casi no
podían ahorrar nada. Estaban esperando empezar a cobrar sus pensiones al
100% para ahorrar en suelas de zapatos.
Entrando 2007, Pepita vendió su Golf a la mitad de precio. Tenía un
abollón y unas cuantas rayas. Habían sacado ya el modelo nuevo. La
demanda de segunda mano era "aún" baja. No entendió bien ese "aún" del
mecánico.
Cuando los tipos se pusieron al 4,6%, más su 0,9%, la letra subió a
1.760 €. Entonces, ya no quedaba margen para nada. La ansiedad comenzaba
a afectarle en su trabajo. Se enfaba con los niños, la cara estaba más
amarilla de lo normal, a veces le temblaban las manos. Notaba también en
su casa que había muchos pelos en la almohada. Aquel piso estaba
resultando una carga muy pesada, y todo por los malditos tipos, que
nunca imaginó que pudiesen subir tanto.
En un par de semanas más, mientras los periódicos ya aireaban la
"crisis", Rajoy pinchaba a ZP por la televisión, el nuevo ministro de
vivienda prometía VPO y Solbes anunciaba un "aterrizaje suave", Pepita
aterrizó en la dura realidad: se miró al espejo y vio un rostro
acartonado, con arrugas, los dientes amarillos que no tenía dinero para
blanquear, las cejas más caídas, las ojeras permanentes, la frente
grasienta. Sudaba últimamente más de lo normal. Sabía que era víctima
del estrés, pero no podía permitirse ni las pastillas de valeriana.
Apenas tenía para comida y nada más. Su padre la visitaba a veces y le
ofrecía volver con ellos y vender el piso. Ella hasta ese momento se
había negado, si vendía se quedaría fuera, perdería el tren justo ahora
que estaba ya en marcha. Lo más difícil ya había pasado, la inflación
debía ir desgastando aquella cuota. ZP había prometido subir el sueldo a
los funcionarios.
Pero en la precampaña del otoño de 2007 Solbes dijo, con voz cavernosa,
que "tal vez entraríamos en un escenario de moderación salarial para
funcionarios públicos". Pepita entonces se echó a llorar. Sabía muy bien
lo que aquello significaba: su sueldo se congelaría, tal y como pasó ya
con Aznar, mientras que la comida, la ropa, el transporte, los
bolígrafos y la luz seguirían subiendo a un 6% anual, en términos
reales. Los tipos de interés, ahora lo veía claro, sólo podían subir.
Los tipos debían estar por encima de la inflación. Hasta uno de sus
alumnos podía saber eso. Todo había sido un sueño, una locura colectiva,
como un niño que ve una película de Bruce Lee y cree que podría
apalizar a cualquiera. Su piso de una habitación era una celda
carcelaria, con su dinero pasado, presente y futuro allí atrapado. Muy
pronto entraría en números rojos, llegaría la letra y no la podría
pagar. Muy pronto le llamarían del banco, la "asesorarían", la
amenazarían sutilmente, le propondrían refinanciaciones a "sólo
interés", y al final le subastarían el piso.
Debía ponerlo en venta cuanto antes. Algo le decía que no iba a ser
fácil. Los comentarios de aquellos aguafiestas de internet le parecían
ahora verdaderos. Se sentía encerrada en una alcantarilla, burlada por
su propia codicia.
En pocos días, se sintió incapaz de ir a trabajar. Fue al médico y le
dio una baja de un mes. Entonces se pasaba los días en el sofá, con la
manta sobre sus tetas de goma, esperando llamadas de las agencias. Le
ofrecían rebajas hasta los 250.000 €. Eso le dejaría aún una deuda de
30.000. Insistió en que se vendiese como mínimo por 270.000. Las
inmobiliarias decían que imposible.
A todo eso, el del banco iba llamando. Entre economistas se entendían
mejor: o pagas o subastamos. Pepita sabía que la subasta sería una
estafa, que como mucho sacarían 120.000 y el resto lo tendría que poner
ella de su sueldo. Entonces, llamó a las inmobiliarias y aceptó la
rebaja hasta 250.000. Al menos podría salvar los muebles. En aquel
momento, un pisito compartido con otras profes, unos ahorritos en el
banco, unas sesiones de peluquería, un blanqueo dental, un viajecito a
Marina d'Or para relajarse, le parecían el paraíso. Todo eso podía
conseguirlo si se quitaba el muerto de encima.
Pasaron unas cuantas semanas más. Apenas durmió. No desconectaba el
móvil por las noches. El tiempo se acababa. Sus padres habían reunido
dinero para pagar una letra más, pero sólo una. Después, la suerte
estaría echada. Pepita pagó esa letra y consiguió postergar otro mes el
embargo. Pero el comprador no aparecía. Los días pasaban y cada noche
era una derrota. Su cara estaba amarillenta, su pelo había perdido
brillo, sus ojos eran los de un cordero degollado. Las ojeras eran ya de
un morado oscuro. Su madre iba a verla todos los días y le traía
infusiones de valeriana. Su padre intentaba consolarla: "en peores
plazas he toreado yo". Pero el hombre estaba acojonado.
Entonces, en uno de esos días en los que la depresión se acercaba
imperceptiblemente, suena el teléfono. Es la chica de la inmobiliaria.
Dice que tiene un comprador por 180.000. Es un funcionario que puede
conseguir la hipoteca casi inmediatamente. Pepita argumenta que es muy
poco dinero, que su piso vale mucho más. La chica de la agencia le
aconseja vender para evitar el embargo, que está a la vuelta de la
esquina. No hay tiempo ya. Pepita al final accede. Tendrá aún que
devolver 100.000 €, pero podrá por lo menos comer y vivir como una
persona normal.
Se hace toda la operación en un tiempo récord. El del banco aplaza
amablemente todo el proceso. La de la agencia lo prepara todo para ir al
notario.
Pepita va allí a firmar y se encuentra con su ex novio el latinista.
Está allí también la rumana, que es muy jovencita. El cabroncete ha
perdido peso, está moreno, lleva una camisa de Pierre Cardin. La rumana
tiene los ojitos brillantes, ávidos de pisito.
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