el que quiera entender, que entienda:
Después de una pausa de unos momentos, prosiguió:
-¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la libertad es poder decir que dos más dos son cuatro?».
-Sí -dijo Winston.
O’Brien levantó la mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y escondiendo el dedo pulgar extendió los otros cuatro.
-¿Cuántos dedos hay aquí, Winston?
-Cuatro.
-¿Y si el Partido dice que no son cuatro sino cinco? Entonces, ¿cuántos hay?
-Cuatro.
La palabra terminó con un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había
subido a cincuenta y cinco. A Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque
apretaba los dientes, no podía evitar los roncos gemidos. O’Brien lo
contemplaba, con los cuatro dedos todavía extendidos. Soltó la palanca y
el dolor, aunque no desapareció del todo, se alivió bastante.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-Cuatro.
La aguja subió a sesenta.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡¡Cuatro!! ¡¡Cuatro!! ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!
La aguja debía de marcar más, pero Winston no la miró. El rostro severo y
pesado y los cuatro dedos ocupaban por completo su visión. Los dedos,
ante sus ojos, parecían columnas, enormes, borrosos y vibrantes, pero
seguían siendo cuatro, sin duda alguna.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡¡Cuatro!! ¡Para eso, para eso! ¡No sigas, es inútil!
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!
-No, Winston; así no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son cuatro. Por favor, ¿cuántos dedos?
-¡¡Cuatro!! ¡¡Cinco!! ¡¡Cuatro!! Lo que quieras, pero termina de una vez. Para este dolor.
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