Nos hurgan los higadillos. Sin anestesia | Opinión | EL PAÍS
La sociedad, dice José K., vive en un paralizante estado de catalepsia,
consciente del insufrible dolor pero incapaz de moverse. Somos como
enfermos a los que se van arrancando poco a poco sus derechos
José K. duerme mal últimamente. Se despierta con la sensación de haber
tenido unas pesadillas terribles. Empapado en un reconocible sudor frío,
se enrolla la manta alrededor de su ya magro cuerpecillo y corre —es un
decir— a hacerse un cafetito en el infiernillo. Amanece por el
ventanuco de la cocina y nuestro hombre da por acabada la noche —y el
sueño— que para sufrir, mejor se hace bien despierto y con la cabeza lo
suficientemente despejada para hacer frente a esa maldad ignota, viscosa
y repugnante que le ha despertado con un zarpazo de terror y el corazón
en aceleración desbocada.
¿Ignota? Quizá no lo sea tanto, va recordando de a poco José K. cuando
ya se ha aseado en el barreño de zinc que tiene encima de la taza del
inodoro, e incluso se ha afeitado —hoy tocaba— con la cuchilla de
siempre que ha vuelto a guardar en el sobrecillo. Si uno se fija bien,
esa maldad es muy reconocible, e incluso debe de tener nombre y
apellidos. Lo que pasa es que el velo del duermevela apenas le deja
apreciar los perfiles definidos de los protagonistas del pánico que sabe
—eso sí que lo recuerda con manifiesta y absoluta claridad— que le han
llevado a salir del sueño como si fuera la estampida feliz de un negro
túnel en el que no se vislumbraba salida. Súbito destello de una luz
cegadora y ya: José K. está fuera y libre.
Explica que es una sensación muy próxima a la catalepsia. Él está
durmiendo pero la gente habla y actúa a su alrededor como si él ya
estuviera muerto. A veces, demasiadas, es aún peor, y le ocurre como en
esas películas aterradoras en las que unos médicos sajan, hurgan y
manosean los intestinos, el hígado y el bazo al desventurado
protagonista, en la creencia de que ha funcionado la anestesia mientras
los dolores del paciente se hacen inhumanos. Piensa, mientras pasea, que
ambas cosas son baratas, y así llega hasta el parque, que tanto
cortadito le castigaba la pensión en exceso, a ver palomas y niños, si
bien no sabe qué le importuna más, si los pequeños gritones o las gordas
aves.
Bien pensado, se dice José K., es lo que le ocurre a la sociedad.
Estamos todos en un estado de catatonia, manifestándonos —unos cuantos— o
gritando por nuestros derechos —otros pocos— mientras la sociedad y los
dirigentes de esa sociedad, sobre todo los dirigentes, ni oyen las
protestas ni ven las concentraciones de gentes hartas y desesperadas.
Paralizados y aterrados, asistimos sin poder mover la mano, hurtar el
torso o levantar la voz ante los desmanes que nos infringen desde
demasiados sitios. Los ciudadanos somos ese enfermo en la mesa de
operaciones que va viendo cómo poco a poco le arrancan uno a uno los
derechos que han costado décadas adquirir, que observa cómo le van
faltando razones para vivir, sus hijos con dificultades para pagar los
estudios, él mismo sin futuro laboral alguno y un subsidio de paro que
pronto se acabará, desahuciados de una casa modesta, sin asistencia
social, condenados a regresar a la pobreza del extrarradio, de donde
salieron con tantos y tantos esfuerzos, y que dentro de muy poco volverá
a convertirse, otra vez, en el barrio de mugre y miseria que era en los
años cincuenta.
Hay quien dice que el mismo efecto lo producen las flechas con curare,
pero vaya usted a encontrar curare en alguna farmacia, que le cobrarán
la hijuela, entre recetas y otros gastos suntuosos. Dejémoslo en
catalepsia, si bien dentro de muy poco, quizá cuando usted esté leyendo
estas letras, tampoco se podrá tratar por la Seguridad Social, aunque
esa sanidad privada que tan brillantemente están organizando para todos
nosotros esas almas misericordiosas que son los dirigentes del PP,
seguro que lo cubrirá mucho mejor. Y más eficiente, dónde va a parar,
sea el concepto de eficiencia lo que usted quiera adjudicarle al
concepto de eficiencia.
Tiene además este cruel padecimiento un mal añadido que afecta al noble
sentido de la visión. José K. ha experimentado en pellejo propio las
consecuencias de tales alifafes. Se pierden los contornos, una bruma
constante envuelve el objeto de la mirada y se desdibujan las siluetas.
Así, por ejemplo, esta singular enfermedad logra que tenga la cara de
Mariano Rajoy, más o menos, un señor que dice y hace hoy exactamente lo
contrario de lo que dijo que iba a hacer sin que la vergüenza o el
decoro hagan mella en su empedrado decir. Como tampoco puede ser cierto
que sean el mismo señor aquel que fue ministro y nombró presidente de
Telefónica a César Alierta y que ahora César Alierta le adjudica chollo y
pasta, precisamente cuando el gran genio económico está siendo
investigado en la Audiencia Nacional por haber logrado hundir, cuánto
mérito, una entidad financiera de primer orden. Nunca teme Rato esa bola
que tropieza en la red. Siempre, absolutamente siempre, cae en el otro
lado.
Por no hablar, levanta la voz nuestro catatónico con cataratas, de que
hace poco ha visto a un elegante caballero de poderoso mentón en una
cara de hormigón armado, tan parecido a Artur Mas, que ahora, virgen
santa, quiere hacer creer al respetable su amor por los desfavorecidos,
apóstol seráfico de un proyecto social, hermano siamés de otro proyecto
nacional parido a golpe de coimas y cercenamiento de derechos, ya ven,
sociales. ¿Y hay oposición a todo esto, se pregunta? Rara, se contesta,
que el mal también produce alucinaciones. Porque a un señor que se
asemeja mucho a Alfredo Pérez Rubalcaba se le van difuminando los
rasgos, como ocurre con los barrocos palacios de la siciliana Noto.
Mientras, se aparece por detrás del proscenio un señor con blusón de
mielero y cayado que proclama su absoluta fidelidad a ciertos libros
sagrados del siglo XIX. ¿Y es posible, añade finalmente José K. ya
animado cual si se hubiera trincado varias copas de cazalla, que no
podamos meter en la coctelera de temas a tratar en los próximos años,
ese de si queremos optar entre una república o seguir con este juego de
tronos que estos días ha supurado toneladas de apestoso almíbar para
intentar tapar con una mantita el gigantesco volumen de la montaña?
¿Solución? ¿Remedio? ¿Pócima salvadora? A José K., ya a parque abierto,
olvidados los terrores nocturnos, no le arredran estas enfermedades
difusas, y opta por la vía del raciocinio: ¡Más política!, grita.
¡Más política!, repite. Hay que despertar, aunque haya que pincharse con
un tenedor de trinchar asados. Porque el camino que llevamos de
desafección ciudadana, véanse las encuestas del CIS, animado por los falsos progresistas que tanto abominan de la política,
nos va a llevar, irremisiblemente, a las fauces de la extrema derecha,
aquella que en estas tierras parieron Onésimo Redondo y José Antonio y
bendijeron al alimón un Ejército golpista y la Iglesia fanática y
reaccionaria. Hoy, por lo pronto, una derecha insaciable nos
arrastra a golpe de ignominia a las servidumbres y miserias anteriores
al Estado de bienestar, concepto deleznable este que tratan de sepultar
bajo toneladas de desvergüenza.
Corre por ahí una larga cita, adjudicada a Bertolt Brecht, aunque José K. no puede certificar autoría. Dice así:
“El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no
participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la
vida, el precio de las alubias, del pan, de la harina, del vestido, del
zapato y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto
político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo
que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la
prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es
el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y
multinacionales”.
José K., más entonado tras estos chutes de adrenalina, aprovecha los
últimos rayos de sol, todavía gratis, mientras se reafirma, una vez más,
en la divisa de su acreditada ganadería: elogio del panfleto y
reivindicación de la demagogia.
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