Elogio de la ineficiencia
Mucho nos debería hacer debatir la anunciada modificación de la Ley de
régimen local. El anteproyecto presentado por el Gobierno ha generado
decepción y bastante contestación, y ello a pesar de que son pocos
quienes niegan la necesidad de afrontar con urgencia una profunda
reforma. Pero es que el texto conocido proyecta densas sombras y
convendría enmendarlo en esta fase de elaboración.
Entre las opiniones que se están sucediendo quisiera aludir en este
momento al informe que ha publicado la Comisión nacional de la
competencia. Acudí al mismo con el reconocimiento de la buena labor que
este instituto público realiza para velar por el correcto
desenvolvimiento de los mercados y porque también en el ámbito público
está contribuyendo a mejorar algunas prácticas administrativas. Tal es
el caso, a mi juicio, de su guía sobre contratación pública y
competencia; o el reciente estudio sobre los mercados centrales
mayoristas. Su Informe sobre el anteproyecto de reforma local tiene la
referencia 88/13 y está accesible lógicamente en la página web de este
organismo.
El análisis se realiza, como es fácil imaginar, desde la perspectiva de
la preocupación por la competencia efectiva de los mercados. Por ello,
la mayoría de sus consideraciones se refieren a la gestión de los
servicios locales. En este punto, su posición es clara: prefiere que los
servicios se presten mediante fórmulas indirectas de gestión. En
concreto, precisa que debería obligarse a las entidades locales a
decidir “la forma más favorecedora posible de la competencia” y para
ello, entiende que antes de decantarse por un modo de gestión debe la
Administración considerar los posibles empresarios potenciales que
prestarían el servicio o el grado de competencia ya existente en el
mercado, entre otras circunstancias. Hecho ese estudio, propone que se
opte por una fórmula indirecta. Pero es más, entre las diversas
modalidades que incluye dicha gestión, descarta las sociedades mixtas
porque no cuentan “con los mismos objetivos para ser eficientes”.
Discrepo de esta posición porque, a mi juicio, las Corporaciones locales
deben actuar con suficiente discrecionalidad para organizar la
prestación de los servicios públicos y decidir el modo de su gestión.
Ámbito este en el que debe reflejarse la autonomía local fruto del
debate democrático y electoral.
Es cierto que las Administraciones deben cumplir las exigencias del
Derecho de la competencia, pero cuando aparezcan en la escena mercantil
sin sus atributos de autoridad. Del mismo modo deben evitar medidas
restrictivas cuando aprueben Ordenanzas que afecten a las actividades
económicas privadas, debiendo fomentar la competencia. Pero no puede
elevarse el objetivo de la competencia mercantil a la condición de único
faro que ilumine y señale el camino de la actividad local en la
prestación de los servicios. Ahí es preferente utilizar la brújula del
“interés público”, cuya aguja imantada girará sobre el eje de la
autonomía local y tendrá en cuenta los medios y recursos existentes en
la Corporación, además de otras muchas razones.
A mi entender, tampoco habría que creerse que la gestión indirecta
favorece en todo caso la competencia en los mercados. Como bien saben
los lectores de este blog, ello depende de otras circunstancias: la
experiencia e influencia de antiguos concesionarios a la hora de
redactar los criterios de las convocatorias y los pliegos de cláusulas
administrativas; el reconocimiento de un derecho de preferencia a favor
de los tradicionales empresarios; el largo plazo del contrato de
servicio, etc… La competencia es una buena idea, pero no una creencia.
Para defenderse, quizás, de estas consideraciones apunta el Informe que
“la gestión indirecta no implica indefectiblemente la provisión mediante
un único prestador”. Habría que diferenciar las situaciones, porque,
además de ser conveniente a efectos jurídicos y económicos la existencia
de un único empresario, hay también muchos servicios públicos cuya
prestación sólo puede asumirse por un único responsable. Caso diferente
es la posible contratación del mismo “servicio”, no de servicios
públicos, con varios empresarios. Distinción en la que profundizaré
algún día ante las confusiones que ha generado la aplicación de la
Directiva de los contratos de servicios.
Y, sobre todo, debería matizarse la invocación a tanta “eficiencia”.
Demasiado se ha abusado de la utilización de este vocablo para imponer,
sin permitir una mínima crítica, el dogma de que la eficiencia está en
los mercados y, de ahí el impulso a la creación de tantas nuevas
entidades instrumentales de las Administraciones para realizar una
gestión “eficiente”. Entre las lecciones que deberían haberse aprendido
con la crisis económica está la enseñanza de saber equilibrar y ponderar
las cuadrículas y hojas de cálculo que pretenden ser prueba irrefutable
de la eficiencia. Hay otros muchos aspectos, objetivos y valores que no
se reflejan en esos números. ¿Es necesario recordarlos? Máxime cuando
hablamos de intereses públicos y se busca el bienestar vecinal, la
protección del entorno, evitar molestias o ruidos y un largo etcétera.
Por todo ello, quizás debiéramos defender la importancia de algunas “ineficiencias”.
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