Ratoncitos de Bolonia
José Carlos Bermejo Barrera
Si el fin de la educación fuese que, tras largos años de dedicación y
duro esfuerzo, los alumnos alcanzasen el nivel de estupidez de la mayor
parte de sus profesores, entonces la maquinación de Bolonia lleva camino
de convertirse en un rotundo éxito. El término maquinación no es
gratuito, pues nunca existió un Tratado de Bolonia que obligase a hacer
nada concreto en las formas de enseñar u organizar los estudios, más
allá de establecer un mero cómputo de créditos. Xosé Luís Barreiro
Barreiro (Xosé Luís Barreiro Barreiro: O Proceso de Boloña:)
ha narrado este sinsentido nunca arropado por ningún documento que
obligase a convertir la enseñanza universitaria en una mera prolongación
de la enseñanza secundaria ni a establecer como objetivo prioritario la
domesticación y uniformización de las mentes del alumnado, anulando
toda su capacidad de iniciativa.
Sin ningún apoyo legal ni ningún acuerdo institucional global, la
pedagogía más roma de orientación conductista ha conseguido apoderarse
de toda la Universidad gracias a su apisonadora verbal del juego de las
competencias y habilidades. Sostenían los psicólogos conductistas que no
existen los estados internos, que para estudiar científicamente a las
personas lo que estas piensen, sus ideas, sus intenciones y sus
representaciones mentales no tienen ningún valor, debiendo medir solo la
conducta. Los héroes de estos psicólogos fueron sus ratas de
laboratorio, avezadas estudiantes que aprendían a conseguir el queso
recorriendo un laberinto, recibiendo muchas veces pequeños calambrazos
didácticos.
Toda la educación en España, desde el nivel infantil al doctorado, está
diseñada a partir del sistema de las competencias y las habilidades. Se
trata de conseguir que los sujetos aprendan a hacer algo y a hacerlo de
la manera adecuada, ya sea una figura de plastilina, una tesis doctoral o
conseguir un trozo de queso en un laboratorio. Por eso las guías
docentes, obras maestras de la palabrería pedagógica, son prácticamente
iguales desde la enseñanza secundaria hasta los niveles más elevados de
la enseñanza universitaria.
Hay dos clases de conocimiento y aprendizaje, el tácito y el implícito.
La mayor parte de nuestra educación y de nuestros conocimientos se
adquieren de modo tácito. Así aprenden a hablar los niños y así se
aprende a ser un científico tras años de trabajo en un laboratorio, en
los cuales la capacidad de experimentar y descubrir se va consiguiendo
con la experiencia. De la misma manera, los médicos aprenden a
diagnosticar enfermos tras ver a miles de ellos, aunque previamente se
hayan tenido que estudiar sus asignaturas. Decía el general Eisenhower
que lo único que le pedía a un oficial era capacidad de iniciativa, pues
la guerra, y con ella la economía, y toda la vida social y política, es
básicamente el arte de buscar soluciones a situaciones nuevas no
previstas. En la Universidad española, asfixiada de guías, evaluaciones y
documentos cubiertos hasta la saciedad por profesores y funcionarios,
que manejan sesenta y nueve competencias para hacer un plan de estudios,
aunque sean las mismas en cualquier materia, no hay lugar para la
innovación docente ni investigadora, pues todo hay que hacerlo siempre
igual, de la misma manera, sin cambiar nunca el guion establecido ni
salirse de la casilla, como la rata del laberinto.
Tras cuatro años de éxito de los maquinadores de Bolonia, es un clamor
bastante unánime en las ciencias, en las ciencias sociales y en las
humanidades que la enseñanza se ha degradado. Hemos conseguido que los
alumnos no quieran leer ningún libro, porque muchos de sus profesores se
lo inculcaron; que los libros de texto indispensables sean sustituidos
por guiones de apuntes; que se pierda la capacidad de seguir un relato
complejo, una argumentación o incluso de ver una película relativamente
larga. Todo se expone de la misma manera, con una sintaxis cada vez más
pobre, aplicando clichés y convirtiendo el PowerPoint, un programa de
ordenador creado para hacer presentaciones publicitarias, en el modelo
máximo de creatividad intelectual. Gracias a esto, se está consiguiendo
fabricar en cadena titulados que no podrán desarrollar su actividad ni
en el mercado ni en ningún otro campo. Por si fuera poco, y como lo
único que importó fue universalizar el cliché pedagógico vacío, se
hicieron los planes de estudio sin pies ni cabeza. Los grados de tres
años, previos a las licenciaturas que son los másteres, se convirtieron
en grados de cuatro, en los que los alumnos acaban por hacer un supuesto
trabajo de investigación, juzgado por un tribunal como si fuese una
tesis doctoral en miniatura, a la vez que pueden hacer prácticas en
empresas para lograr un título que legalmente no capacita ni para
trabajar ni para investigar, pues es previo al título de verdad, que es
el máster. Un máster de corta y pega, eso sí, construido con el mismo
modelo pedagógico y las mismas guías docentes que el resto del sistema.
¿Puede alguien que no sea un pedagogo o psicólogo cuyos únicos
contertulios sean los ratones creer que en el futuro los abogados
presentarán sus alegatos en PowerPoint y los jueces harán sentencias de
colorines? ¿Puede alguien creer que para innovar en la ciencia haya que
seguir siempre un guion que solo permite descubrir lo que ya se sabe, ya
que todo está programado? Sí, los maquinadores de Bolonia.
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