20131006

Banca y crisis en Estados Unidos y Europa

Banca y crisis en Estados Unidos y Europa

En Estados Unidos se ha acuñado la frase "demasiado grande para quebrar" para justificar el salvamento multimillonario -fiscal, que no monetario- de las instituciones financieras más importantes derivado de la crisis de 2008 después de las experiencias de los rescates de Bear Stearns y AIG, además de la quiebra de Lehman Brothers que desplomó el acceso a la liquidez de la banca de inversión. Los seis bancos más grandes de Estados Unidos tenían (2008) activos conjuntos de 62% del producto y coeficientes de apalancamiento -relación de préstamos concedidos a capital- que fluctuaban entre 10 y 27 veces. De producirse el cierre de algunas de esas instituciones, sin contar los daños a la confianza ciudadana, los perjuicios asociados afectarían a multitud de empresas e instituciones. El solo desbarajuste resultante en el manejo de cuentas de cheques, ahorros y pensiones, habría tenido efectos devastadores.

A lo anterior se añade una consideración política. Había que sanear, no estatizar, al sector financiero estadounidense por generar alrededor de 40% de las utilidades conjuntas del sistema corporativo, aportar al producto tanto como las actividades manufactureras, desempeñar papel esencial en las finanzas internacionales, es decir, encabezar a la economía y ser parte central de los intereses norteamericanos. Bancos centrales independientes, liberación de los movimientos de capitales, desregulación económica, tipos de cambio flotantes son reflejo paradigmático en todo el mundo precisamente de la visión poderosa de esos intereses.

Se dio el primer paso en el salvamento bancario con 700 mil millones de dólares -Troubled Assets Relief Program, de 2008- destinado a comprar valores hipotecarios emproblemados que luego se desviaron a garantizar la deuda de las grandes instituciones financieras y a favorecerles con inyecciones de capital. Esos fondos no se usaron para transformar hipotecas en préstamos con garantía estatal en beneficio de los hogares sobreendeudados ni para justificar la imposición de límites a las altas compensaciones de los funcionarios bancarios. De ese modo, se dio el paso inicial para transformar pérdidas privadas en endeudamiento público, dejar intocado al sector financiero y alimentar después complejos debates ideológicos entre quienes prefieren la desaparición de los déficit públicos así creados y los que dan prioridad a combatir el estancamiento o el desempleo.

Mientras esas y otras medidas sanean a medias a la banca, crearon los desequilibrios financieros del gobierno, acentuados por la caída del crecimiento, de los ingresos tributarios y del aumento derivado del gasto en apoyos sociales (al desempleo y la pobreza). En conjunto, el costo de la crisis en Estados Unidos se estima cercano al producto de un año.

Las posturas todavía contrapuestas de los miembros de las legislaturas, siguen entorpeciendo la recuperación norteamericana. Más aún, la pausada salida de la crisis y la corrección -así sea parcial- de sus enormes déficits externos de pagos, seguramente incidirá en el comercio mundial, sobre todo si Estados Unidos emprende una política obligada de sustitución de importaciones, como ya empieza a ocurrir.

La situación en Europa es menos promisoria con un norte industrial, exportador y un sur importador, empobrecido. La creación del euro, como moneda única tuvo el efecto de abatir las tasas de interés y de acrecentar los flujos del ahorro externo a los países deficitarios al eliminar en apariencia los riesgos cambiarios e inflacionarios. Ese proceso acentuó la desindustrialización de las economías periféricas y, en consecuencia, sus desequilibrios de pagos. Alrededor de 2008, los déficits externos alcanzaron en algunos países cifras cercanas a 10% del producto (España, Grecia, Portugal) que, además, con la implantación del euro, dejaron de ser corregibles mediante la devaluación.

El financiamiento fácil produjo en el sur europeo una especie de mal holandés -desindustrialización y auge de importaciones- y la proliferación simultánea de burbujas financieras desestabilizadoras, como las inmobiliarias de Irlanda y España, o las más generalizadas del consumo.

Desde el ángulo institucional, hay limitaciones a la acción comunitaria. El Banco Central Europeo no puede prestar a los gobiernos, ni actuar de prestamista de última instancia. Tampoco se ha creado una unión bancaria con sistemas comunes de supervisión, de garantías a los depositantes o de salvamento a los bancos. El Banco Central Europeo atiende a problemas de la liquidez, pero los de solvencia son de la responsabilidad de los gobiernos nacionales.

Esas cortedades institucionales no se compadecen de la magnitud de los activos bancarios en riesgo respecto a la capacidad limitada de salvamento de los estados nacionales. En 2011, los activos de los dos principales bancos alemanes casi llegan a 120% del producto germano y el de los tres primeros franceses a 245% del producto galo. Los activos del banco ING son el doble del producto holandés y de los cuatro grandes bancos ingleses casi cuatro veces el producto británico. La situación no es mejor en los países europeos periféricos inundados con bonos depreciados o susceptibles de depreciación de sus gobiernos (20% de sus activos en España).

En consecuencia, el fondeo de los bancos europeos tropieza con obstáculos, cuando se secan los préstamos de corto plazo de Estados Unidos (20% de los fondos del money market americanos eran deuda bancaria europea), cuando los ahorros declinan por la crisis y cuando los activos bancarios se ahogan en deudas de las naciones periféricas. En 2010, la exposición de los bancos europeos con los llamados PIIGS (Portugal, Irlanda, Italia, Grecia, España) se estimó en más de un millón de millones de euros.

Temporalmente la crisis pudo contenerse con recursos fiscales mediante la nacionalización de algunas instituciones (Northern Rock, Inglaterra, Bankia, España), mediante inyecciones limitadas de recursos públicos (España, Suiza, Alemania) o con la absorción pública de activos tóxicos (Irlanda) y después mediante la acción del Banco Central Europeo a través del LTRO (Long Term Refinancing Operation) que a corto plazo sustituyó fuentes clausuradas de fondeo bancario, aunque crease otro round de engrosamiento de bonos gubernamentales en los activos de las instituciones financieras. Sea como sea, también aquí las deudas privadas -aunque bajen poco- se transforman lentamente en deudas públicas a cargo de los presupuestos de los gobiernos.

Con un armazón institucional incompleto y frente a la cortedad de los recursos públicos nacionales para salvar a los bancos al estilo norteamericano, Europa eligió un camino algo distinto, el de la austeridad. La depresión inducida reduce las importaciones y la necesidad consecuente de endeudarse de los países deficitarios, mientras la reducción de salarios acrecienta la competitividad externa. Efectos semejantes se asocian al recorte brutal de los gastos públicos. Al final de cuentas, también aquí la sociedad paga los platos rotos -por la triple vía de absorber deudas, de ingresos menguados y de desempleo-, mientras los gobiernos respaldan a las instituciones financieras, cargándoles poco de los costos.

La crisis bancaria europea persiste y no deriva del despilfarro de los gobiernos, aunque se le use como justificativo ideológico de la austeridad, sino de las características del modelo económico comunitario. La crisis bancaria norteamericana está parcialmente resuelta. Entre ambas han creado la paradoja de vivir en un mundo de liquidez superabundante y severa cortedad del crédito a la producción y a la inversión, esto es, al crecimiento con empleo. Claramente prevalecen intereses económicos sobre valores sociales y democráticos.

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