Banca y crisis en Estados Unidos y Europa
En Estados Unidos se ha acuñado la frase "demasiado grande para quebrar"
para justificar el salvamento multimillonario -fiscal, que no
monetario- de las instituciones financieras más importantes derivado de
la crisis de 2008 después de las experiencias de los rescates de Bear
Stearns y AIG, además de la quiebra de Lehman Brothers que desplomó el
acceso a la liquidez de la banca de inversión. Los seis bancos más
grandes de Estados Unidos tenían (2008) activos conjuntos de 62% del
producto y coeficientes de apalancamiento -relación de préstamos
concedidos a capital- que fluctuaban entre 10 y 27 veces. De producirse
el cierre de algunas de esas instituciones, sin contar los daños a la
confianza ciudadana, los perjuicios asociados afectarían a multitud de
empresas e instituciones. El solo desbarajuste resultante en el manejo
de cuentas de cheques, ahorros y pensiones, habría tenido efectos
devastadores.
A lo anterior se añade una consideración política. Había que sanear, no
estatizar, al sector financiero estadounidense por generar alrededor de
40% de las utilidades conjuntas del sistema corporativo, aportar al
producto tanto como las actividades manufactureras, desempeñar papel
esencial en las finanzas internacionales, es decir, encabezar a la
economía y ser parte central de los intereses norteamericanos. Bancos
centrales independientes, liberación de los movimientos de capitales,
desregulación económica, tipos de cambio flotantes son reflejo
paradigmático en todo el mundo precisamente de la visión poderosa de
esos intereses.
Se dio el primer paso en el salvamento bancario con 700 mil millones de
dólares -Troubled Assets Relief Program, de 2008- destinado a comprar
valores hipotecarios emproblemados que luego se desviaron a garantizar
la deuda de las grandes instituciones financieras y a favorecerles con
inyecciones de capital. Esos fondos no se usaron para transformar
hipotecas en préstamos con garantía estatal en beneficio de los hogares
sobreendeudados ni para justificar la imposición de límites a las altas
compensaciones de los funcionarios bancarios. De ese modo, se dio el
paso inicial para transformar pérdidas privadas en endeudamiento
público, dejar intocado al sector financiero y alimentar después
complejos debates ideológicos entre quienes prefieren la desaparición de
los déficit públicos así creados y los que dan prioridad a combatir el
estancamiento o el desempleo.
Mientras esas y otras medidas sanean a medias a la banca, crearon los
desequilibrios financieros del gobierno, acentuados por la caída del
crecimiento, de los ingresos tributarios y del aumento derivado del
gasto en apoyos sociales (al desempleo y la pobreza). En conjunto, el
costo de la crisis en Estados Unidos se estima cercano al producto de un
año.
Las posturas todavía contrapuestas de los miembros de las legislaturas,
siguen entorpeciendo la recuperación norteamericana. Más aún, la pausada
salida de la crisis y la corrección -así sea parcial- de sus enormes
déficits externos de pagos, seguramente incidirá en el comercio mundial,
sobre todo si Estados Unidos emprende una política obligada de
sustitución de importaciones, como ya empieza a ocurrir.
La situación en Europa es menos promisoria con un norte industrial,
exportador y un sur importador, empobrecido. La creación del euro, como
moneda única tuvo el efecto de abatir las tasas de interés y de
acrecentar los flujos del ahorro externo a los países deficitarios al
eliminar en apariencia los riesgos cambiarios e inflacionarios. Ese
proceso acentuó la desindustrialización de las economías periféricas y,
en consecuencia, sus desequilibrios de pagos. Alrededor de 2008, los
déficits externos alcanzaron en algunos países cifras cercanas a 10% del
producto (España, Grecia, Portugal) que, además, con la implantación
del euro, dejaron de ser corregibles mediante la devaluación.
El financiamiento fácil produjo en el sur europeo una especie de mal
holandés -desindustrialización y auge de importaciones- y la
proliferación simultánea de burbujas financieras desestabilizadoras,
como las inmobiliarias de Irlanda y España, o las más generalizadas del
consumo.
Desde el ángulo institucional, hay limitaciones a la acción comunitaria.
El Banco Central Europeo no puede prestar a los gobiernos, ni actuar de
prestamista de última instancia. Tampoco se ha creado una unión
bancaria con sistemas comunes de supervisión, de garantías a los
depositantes o de salvamento a los bancos. El Banco Central Europeo
atiende a problemas de la liquidez, pero los de solvencia son de la
responsabilidad de los gobiernos nacionales.
Esas cortedades institucionales no se compadecen de la magnitud de los
activos bancarios en riesgo respecto a la capacidad limitada de
salvamento de los estados nacionales. En 2011, los activos de los dos
principales bancos alemanes casi llegan a 120% del producto germano y el
de los tres primeros franceses a 245% del producto galo. Los activos
del banco ING son el doble del producto holandés y de los cuatro grandes
bancos ingleses casi cuatro veces el producto británico. La situación
no es mejor en los países europeos periféricos inundados con bonos
depreciados o susceptibles de depreciación de sus gobiernos (20% de sus
activos en España).
En consecuencia, el fondeo de los bancos europeos tropieza con
obstáculos, cuando se secan los préstamos de corto plazo de Estados
Unidos (20% de los fondos del money market americanos eran deuda
bancaria europea), cuando los ahorros declinan por la crisis y cuando
los activos bancarios se ahogan en deudas de las naciones periféricas.
En 2010, la exposición de los bancos europeos con los llamados PIIGS
(Portugal, Irlanda, Italia, Grecia, España) se estimó en más de un
millón de millones de euros.
Temporalmente la crisis pudo contenerse con recursos fiscales mediante
la nacionalización de algunas instituciones (Northern Rock, Inglaterra,
Bankia, España), mediante inyecciones limitadas de recursos públicos
(España, Suiza, Alemania) o con la absorción pública de activos tóxicos
(Irlanda) y después mediante la acción del Banco Central Europeo a
través del LTRO (Long Term Refinancing Operation) que a corto plazo
sustituyó fuentes clausuradas de fondeo bancario, aunque crease otro
round de engrosamiento de bonos gubernamentales en los activos de las
instituciones financieras. Sea como sea, también aquí las deudas
privadas -aunque bajen poco- se transforman lentamente en deudas
públicas a cargo de los presupuestos de los gobiernos.
Con un armazón institucional incompleto y frente a la cortedad de los
recursos públicos nacionales para salvar a los bancos al estilo
norteamericano, Europa eligió un camino algo distinto, el de la
austeridad. La depresión inducida reduce las importaciones y la
necesidad consecuente de endeudarse de los países deficitarios, mientras
la reducción de salarios acrecienta la competitividad externa. Efectos
semejantes se asocian al recorte brutal de los gastos públicos. Al final
de cuentas, también aquí la sociedad paga los platos rotos -por la
triple vía de absorber deudas, de ingresos menguados y de desempleo-,
mientras los gobiernos respaldan a las instituciones financieras,
cargándoles poco de los costos.
La crisis bancaria europea persiste y no deriva del despilfarro de los
gobiernos, aunque se le use como justificativo ideológico de la
austeridad, sino de las características del modelo económico
comunitario. La crisis bancaria norteamericana está parcialmente
resuelta. Entre ambas han creado la paradoja de vivir en un mundo de
liquidez superabundante y severa cortedad del crédito a la producción y a
la inversión, esto es, al crecimiento con empleo. Claramente prevalecen
intereses económicos sobre valores sociales y democráticos.
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