"Vivir en la calle solo se soporta con el alcohol"
Este dibujante ha publicado tres cómics sobre sus años de indigencia
¿Quién no se ha preguntado alguna vez al ver a un indigente qué pasado esconde entre sus cartones?
Miquel Fuster era una de esas personas invisibles que hacen de las
calles su hogar. Con gran locuacidad y lucidez, Fuster narra su dura
biografía, digna de un guion cinematográfico. Ilustrador exitoso, acabó
viviendo en la calle durante 15 años hasta que la fundación Arrels lo
rescató hace una década. Desde entonces, ha escrito tres novelas
gráficas explicando su historia.
“La calle es una selva.
Estás en una lucha permanente y pendiente de no ser agredido. Tienes que
ser vivo, astuto, hipócrita... porque convives con gente que está
desesperada”, relata con una voz frágil pero incansable, ansiosa de
explicar mil y una cosas. Muchas de ellas caen como una losa por su
dureza. “Vivir en la calle solo se soporta con el alcohol. Con la tristeza y la angustia que arrastras, el frío…”. Hace 10 años que no prueba ni gota, aclara rápidamente al saber que la cita va a ser en un bar. “Pero que tenga terraza, del tabaco no me he podido quitar”.
Este dibujante de 69 años se crio en una casa señorial en Sant Cugat del
Vallès, limítrofe con Barcelona, donde sus padres hacían de masoveros.
Con 10 años, la familia se trasladó a la capital. “Mi padre era un
currante, pero quería que yo estudiara”. En las calles del barrio de
Sants, donde residían, encontró su afición al dibujo. “De camino al
colegio me encontraba el puesto de cómics del señor Antonio y siempre me
paraba a hojearlos”. Empezó a estudiar Bellas Artes y con 16 años entró de aprendiz en la editorial Bruguera. Un año más tarde aterrizó en otra agencia donde hacía ilustraciones para una revista que se vendía en Londres. “Los ilustradores entonces vivíamos como reyes, con unos sueldos desorbitados”, recuerda Fuster mientras bebe a pequeños sorbos su zumo de piña.
En 1988 varios factores se conjuraron para dar un vuelco a su vida. Una ruptura sentimental lo hundió en el alcohol, a la vez que se le quemó el piso.
Vivió un año entre las paredes ennegrecidas hasta que lo vendió. “Allí
había demasiados recuerdos”. Buscó un alquiler, pero no podía asumir las
45.000 pesetas que le pedían (hasta entonces pagaba 2.000, porque el
piso era de renta antigua). “La has cagado estrepitosamente, me dije”,
admite. Sin apenas trabajo, la caída fue imparable.
Peregrinó
por diferentes barrios y rincones, siempre apartados. Nunca le gustó
relacionarse con el resto de indigentes, para evitarse conflictos.
También rehuía los cajeros. “Parece que estés en un escaparate”.
Sobrevivía a base de vino, coca-cola y azúcar. Pintaba acuarelas de
toreros y edificios turísticos para ganar cuatro duros. Nunca le gustó
pedir limosna. “Era un fantasma en Barcelona, vivía exiliado en mí mismo
porque aquella persona no era yo”. Trató varias veces, sin éxito, de
salir del pozo, hasta que los voluntarios de Arrels lo encontraron.
Intentó irse con ellos, pero no pudo dar los 160 pasos que le separaban
de la boca del metro. Medía 1,80 de altura y solo pesaba 42 kilos.
De esa etapa, que ahora difunde en charlas y cómics, le ha quedado una salud delicada y una gorra, de la que no se separa. A pesar de todo, confiesa que desconfía cuando se topa con un sin techo en un cajero. “Un
indigente es un bulto sospechoso y tememos lo desconocido”, admite
antes de marcharse dando un paseo. “Cada vez me cuesta más estar
encerrado".
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