Al amable lector que esté dispuesto a examinar los indicios y pruebas que voy a relatar le pediré que para sus adentros haga dos cosas. La primera, que juzgue si en todo digo verdad o describo bien, o si miento o exagero burdamente. A los que opinen que estoy en lo cierto les ruego que reflexionen sobre: (a) si en verdad son sucesos tan extraños y misteriosos, que más bien merecen ser etiquetados como fenómenos paranormales o resultantes de la conjunción de insondables fuerzas telúricas, de un Más Allá tenebroso y hostil; (b) si, con todo y con eso, tendremos nosotros, los ciudadanos en general y los universitarios en particular, alguna culpa de que en las universidades y en las administraciones de las que dependen se estén haciendo las cosas con eso que los colombianos llaman cola y los españoles denominamos culo.
Mencionaré un puñado de tales desconcertantes datos, aunque la enumeración merecería ser mucho más larga. Son los que siguen.
1. Los profesores universitarios de todo nivel y jerarquía cada vez escribimos y publicamos más, pero cada vez leemos menos. La escasísima lectura se debe, entre otras razones que aparecerán en los puntos siguientes, a que nos pasamos mucho tiempo escribiendo para publicar en vez de leyendo lo publicado. Esta situación llega al paroxismo cuando ya damos el salto a escribir de cualquier cosa sin haber leído casi nada sobre ella. Al menos en el campo de las ciencias humanas, sociales y jurídicas, el diálogo científico está desapareciendo y sólo queda una acumulación de monólogos despendolados. Consecuencia adicional es que muchos creemos que hemos descubierto la pólvora a base de pensar sin leer, y resulta que no hacemos más que repetir lo que ya dijeron otros hace unas cuantas décadas o siglos.
2. A los profesores universitarios lo que publicamos nos lo evalúan (a efectos de ascensos, reconocimientos institucionales y recompensas variadas) sin que los evaluadores lo lean tampoco. Eso ya es rizar el rizo, el no va más del absurdo: quien juzga si tienen mérito o no tus publicaciones lo hace sin saber lo que hay dentro de tus publicaciones y sin tener noticia de si contienen buen trabajo o supinas tonterías impropias de un humano pensante. Por regla general, los evaluadores no tienen, cuando evalúan, acceso a esas publicaciones que valoran o sólo disponen de la primera y última página de las mismas. Podrían intentar conseguir esos textos por su cuenta, pero entonces no tendrían tiempo para evaluar a tantos como evalúan. El taylorismo se ha instalado en los sistemas de evaluación académica.
3. En las ciencias naturales y similares dicen que funcionan bien los llamados índices de impacto. Pues será, pero sobre eso hay buen debate. En las ciencias jurídicas y humanas, y puede que en algunas ciencias sociales, el número de citas que un trabajo recibe o que tiene la revista donde ese trabajo se publica (de esas cuestiones dependen el famoso impacto y sus índices) está condicionado por factores tribales muy difícilmente desterrables, más que nada porque no queremos desterrarlos. Pues tenemos que: a) nadie lee casi nada, como ha quedado dicho; b) muchas de las citas se hacen sin haber leído lo citado; c) dentro de las escuelas, grupúsculos y sectas que abundan en la Academia, cada cual tiende a citar nada más que a los de su cuadra, que son, por este orden: el jefe de la escuela o camarilla, los que pueden estar llamados a suceder a ese jefe cuando se muera o se fugue con la becaria, la becaria misma (antes y después de la fuga y por si acaba ella ascendiendo rápido y heredando una parte del poder del capo erecto), los que le hacen la pelota al jefe, a los subjefes y a la becaria y los parientes cercanos de cada cual por consanguinidad y afinidad y puesto que la familia es célula básica de la sociedad.
En cuanto a las revistas especializadas. Las de las ciencias “duras” son muy peculiares, pues en ellas el que publica no cobra, sino que paga, aunque ellas no paguen, sino que cobran para conseguir beneficio económico. Para publicar en revistas de alto impacto hay que escribir como escriben los que publican en las revistas de alto impacto, con lo cual el que tenga un estilo distinto o diga cosas que se salgan un pelín de la pauta gremial se va a quedar inédito, a no ser que pase por el aro después de que los evaluadores de la revista le digan que: a) le sobran tres líneas en al abstract; b) tiene que numerar las conclusiones; c) debería haber formulado las hipótesis al principio y en cursiva, y d) no cita alguna bibliografía fundamentalísima, que acaba siendo lo publicado por el evaluador, los de su escuela o sus becarias (o becarios, llegado el caso).
Las revistas jurídicas y de humanidades (y algunas de las de las ciencias que se dicen sociales aunque sean asociales del todo) son diferentes, pues tienen el impacto más por la parte dorsal. En ellas a veces pasa (no siempre) que el artículo que ha tenido dos evaluaciones negativas de los correspondientes “árbitros” se publica igual, pues cómo no va a salir lo de Pepito, que es de “los nuestros”. También se acostumbra a cuidar mucho los detalles formales, como el anonimato del autor cuyo artículo se somete a dictamen confidencial. Así, el trabajo lo recibe el evaluador sin el nombre del autor, pero en la segunda página y en la nota dos se lee: “Sobre esto ya tuve oportunidad de extenderme en trabajos anteriores. Como muestra véase mi obra: Fulgencio Abrasante Limón, El acto administrativo impropio y sus propiedades, Soria, Diputación Provincial, 2005...”.
4. Por cierto, ahí nos vamos a dar de bruces con uno de los fenómenos más rarísimos: los profesores siguen prefiriendo publicar sus trabajos en papel, en revistas que nadie lee o libros que carecen de toda distribución. Del libraco ése sobre “El acto administrativo impropio...” se han vendido exactamente siete ejemplares ejemplares y se han regalado otros treinta a algún indefenso visitante del lugar. Pero ese libro puntúa, poco o mucho, pero puntúa. En cambio, si el autor lo hubiera puesto en una página web bien diseñada y promocionada desde las redes sociales, posiblemente lo habrían descargado unos cientos de personas y lo habrían ojeado o tendrían noticia de su existencia unos miles más. Ah, pero así no puntúa, no se considera merecedor de evaluación positiva. ¿Por qué? Por el impacto en el índice, o como se diga. O sea, que un artículo o libro con buen impacto real y citadísimo y comentado puede carecer de todo impacto, mientras que uno engendro en papel citado sólo por los cuñados del autor ya tiene algo de impacto, aunque sea muy íntimo.
5. Entre lo que, al menos en España, cuenta positivamente para la evaluación de un profesor está el haberse ausentado de su puesto de trabajo, aunque conste que a cambio no se ha hecho nada útil ni serio. Es el mito de lo extranjero y el entusiasmo del viaje, en un país, España, que siempre ha tenido complejo ante otros y en el que tradicionalmente no se viajaba más que al pueblo de al lado el día de la fiesta patronal, y eso para tirarse piedras con los de allí. Usted presenta como mérito que ha pasado tres meses en tal o cual universidad de Estados Unidos o en Cambridge u Oxford, y a los evaluadores y la Administración se les cae la ropa íntima de tanto gusto, les viene un sofocón de I+D+I. Puntito al canto. ¿Y si no consta que haya laborado nada de nada ni hecho un simple contacto allá y, para colmo, volvió bronceadísimo? No importa, puntito al camto. Como se dice por estos pagos, “es que hay que salir”. Y así andan muchos, salidos. En cambio, ese mismo tiempo, pasado en su despacho de su universidad de aquí y trabajando como un mulo, no le cuenta para nada. Queda usted como un desaboría por estar ahí metido dejándose los ojos y pensando en teorías. Moraleja: mejor ir a descansar al extranjero que quedarse a trabajar aquí. Por cierto, entre las cosas que no se comprueban al evaluar a los que se han marchado a Gran Bretaña o Estados Unidos una temporadita está el dominio básico del inglés.
Por la rezón expuesta, el más oscuro objeto del deseo del académico español es el primo de fuera. El primo de fuera es el que está en tal universidad o centro investigador de un país de postín y te puede mandar él mismo o gestionarte una invitación para ir y una certificación de que has estado. A veces el viaje ni siquiera se hace, pues el primo o su jefe de allí te certifican que fuiste y que estuviste, aunque esos meses te los pasaras en un chiringuito de la playa de al lado de tu casa española. Pero puntúa la estancia porque no se comprueba si fue productiva y si laboraste o te aplicaste con saña al turismo. Yo muchos sábados me encuentro en el Carrefour a profes universitarios que ya llevan lo menos seis meses en Berlín o San Diego o Toronto y que allí siguen.
6. Igual de incomprensible es que cuente como mérito evaluable el desempeño de cargos académicos. A tanto el cargo y el año en el cargo. ¿Conclusión? Hay muchos pegándose por cargos en los que hacer el zángano (otros habrá que los ejerzan rectamente, por supuesto que sí). Valorar el puro estar en el cargo y con total independencia de si se desempeñó bien o mal, de si se trabajó en él y se aportó algo a la institución o si se vegetó placenteramente o, incluso, se contribuyó a la ruina y el descrédito de la entidad es una estupenda manera de invitar a la picaresca y la desfachatez. Al que tuvo un cargo y se esmeró fuertemente en él y al que no hizo más que escaquearse todo ese tiempo se les va a evaluar igual de bien. Moraleja: pilla cargo y no te esfuerces ni te compliques la vida; y el que venga detrás, que arree.
7. Se podría seguir con esa serie. Para ser bien evaluado en ciertos ámbitos es necesario haber asistido a cursos de actualización pedagógica y similares. Hay que presentar un ramillete de certificados. No importa nada que los cursos hayan sido impartidos por indocumentados sin vergüenza y por chorlitos cantarines o que hayan versado sobre materias tan sesudas y trascendentales como “Alimentación del docente emocionalmente equilibrado”, “Vestuario para el cuatrimestre de invierno”, “Motivación gestual para el alumno incierto”, “Actividades de tiempo libre del profesorado con estrés didáctico”, “Dieta hipocalórica para las ciencias humanas”, “Acotaciones al lenguaje sexista en los estadios deportivos” o “Transporte urbano sostenible”. Con cinco o seis certificados de patochadas de ese jaez o peores, pasas por un profesor innovador, consciente e interesado en tus estudiantes. Sin ellos, eres un mindundi y no te acreditas ni para conserje. Conclusión: el que no ha hecho el idiota o no ha tolerado idioteces a su costa y sin decir ni mu, no medra. Así que ahí tiene usted treinta o cuarenta apuntándose al nuevo curso que se oferte, el que sea y aunque se titule “Tú también tienes agujeritos”.
Ah, y a lo mejor te preguntan también, en la aplicación para acreditarte de algo, si usas medios audiovisuales y nuevas tecnologías en el aula. La misma explicación con powerpoint queda más tonta, pero se valora más. Y no olvides acabar tus presentaciones con un paisaje nevado o una puesta de sol con palmeras. También pueden servir unos cachorrillos perrunos, pero de raza. En las universidades se lleva lo cursi y ya casi todos tenemos corazoncitos pintados en las neuronas.
8. Lo más inexplicable es lo directamente referido a la enseñanza y la actitud con tus estudiantes. Cuanto menos les enseñe el profesor, mejor profesor; cuanto más, peor. Porque no conviene que ni profesor ni estudiantes anden cansados ni abrumados de tareas. Gran mérito se reconoce al profesor que organiza clases participativas: que sean los estudiantes los que le den las clases mientras él sonríe o pone caras de estar pensando en inglés.
Y la evaluación de los estudiantes, asunto capital. Suspender es ser mal profesor. El profesor que suspende estudiantes recibe un suspenso de su universidad y de los que controlan la calidad de la enseñanza. Se enseña para que todos aprueben, lo cual requiere enseñar poco y exigir menos. Hay que evitar el fracaso escolar. La evitación del fracaso escolar es el éxito de los memos, empezando por los profesores memos. El estudiante paga para que se le enseñe, usted, profesor, cobra por enseñar y... es mejor profesor y más valorado si no enseña nada o se pasa las horas en el aula jugando al pilla-pilla, según lo que aprendió en aquel curso de actualización pedagógica titulado “Los juegos infantiles como recurso didáctico: pilla-pilla, cuatro esquinas y escondite inglés como instrumentos para la adquisición de competencias sostenibles por el estudiante con beca. Un enfoque psico-fractal y meta-evolutivo”. Sobre tema tan ofensivo para las mentes racionales había hecho la tesis doctoral, por cierto, la torda que daba el curso.
Llegamos a la pregunta que, para acabar, quería plantearle al paciente lector. Señale cuál o cuáles de las siguientes son respuestas válidas para esta cuestión: ¿cómo hemos podido llegar a este grado de absurdo, disfuncionalidad e incompetencia?
a) Una perversa civilización extraterrestre se ha hecho con el control de las universidades y pretende destruirlas.
b) Hemos dejado vivir y crecer a los pedagogos, olvidando la sabiduría popular y los refranes.
c) En el fondo a los profesores nos va bien así y sarna con gusto no pica; y después de mí, el diluvio.
d) Los rectores no tienen pilila (y a las rectoras les falta lo que corresponda por razón de género).
e) Los gobiernos de derechas y de izquierdas tienen un pacto secreto para acabar con las universidades públicas y que todas las universidades del futuro sean tan buenísimas como son las universidades privadas españolas de ahora mismo.
f) A la sociedad en general le importan un pimiento la universidad, la investigación y la ciencia.
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