Paraísos fiscales: Refugios de libertad
El siglo XX pasará a la Historia como el siglo del máximo protagonismo
del Estado. Los Estados-nación compactos, con pretensión de uniformidad
etnocultural y con vocación de compartimentos estancos tuvieron su mayor
auge en la primera mitad del siglo. Su glorificación condujo al
totalitarismo y, después de la terrible conflagración bélica de los años
cuarenta, mantuvieron su vigencia durante cuatro décadas más a causa de
la Guerra Fría. Sólo el abrupto e inesperado final de ésta —y de la
correspondiente situación de bipolaridad— ha hecho posible que asistamos
ahora a un considerable cuestionamiento del exceso de Estado, y pueda
el ciudadano individual recuperar poco a poco fragmentos de la soberanía
que, de forma tan sutil como implacable, le había ido arrebatando la
insaciable maquinaria estatal. Casi todas las voces coinciden en señalar
que, si efectivamente el siglo XX fue una centuria marcada por la
hegemonía social, cultural, política y económica de los Estados, el
nuevo siglo será el de la máxima devolución de poder a la persona.
Un indicio fundamental de esta tendencia podemos encontrarlo en el auge
imparable de la resistencia ciudadana a las hasta ahora numerosas y
frecuentemente dolorosas imposiciones del Estado en todos los órdenes de
la vida. Esta resistencia, que constituye una auténtica rebelión
silenciosa de las generaciones finiseculares contra el poder, ha tenido
una multiplicidad de expresiones, desde la temprana revolución sexual de
los años sesenta hasta la espiritual de los setenta y la moral de los
ochenta, desde el movimiento mundial contra el servicio militar hasta la
presión social en favor de la soberanía individual respecto a
cuestiones como el aborto, la eutanasia o el consumo de estupefacientes,
y desde el cuestionamiento de muchos elementos del Estado-providencia
hasta la generalización y popularización de los paraísos fiscales y
otras fórmulas de protección frente a la fiscalidad. En todos los casos
expuestos, la persona ha reivindicado su libertad y el ámbito en el cual
ésta se ejerce, es decir, su propiedad (la propiedad de su vida, de su
cuerpo, de sus decisiones, de su trabajo y de su patrimonio). Esta
reivindicación choca frontalmente con la autopercepción de los Estados,
herederos directos del Antiguo Régimen, que se han civilizado y
democratizado en su relación con las masas, pero no tanto en su relación
directa con el individuo —relación que constituye la gran asignatura
pendiente de la organización sociopolítica actual—.
El Estado tal como hoy todavía lo conocemos, pese a ser consciente de
una acelerada deslegitimación por parte de las personas —a la cual,
naturalmente, se resiste—, se percibe a sí mismo como el dueño último de
cuantos recursos de toda índole se encuentran en su territorio, siendo
los ciudadanos una especie de pseudopropietarios a quienes en cualquier
momento se puede expropiar si es necesario (antes en nombre de la
“patria” o del rey, ahora en función del “interés general” o de la
sociedad). Esta condición de dueño último de todo y de todos, de señor
absoluto de vidas y haciendas, se denomina “soberanía” y explica la
arrogancia con la que los estados se han adueñado de todo tipo de
bienes, desde el cuerpo y el trabajo de los seres humanos obligados a
trabajar gratis para él (como soldados o en cualquier otra actividad)
hasta tierras para construir autopistas, y, explica también el
crecimiento desmedido de la presión fiscal a lo largo del siglo, que en
algunos países occidentales ha alcanzado más del ochenta por ciento de
los ingresos laborales de una persona o de los beneficios de la
actividad empresarial, en lo que contituye una auténtica nulificación
del autogobierno personal y una infantilización casi total de los seres
humanos, con la administración pública como paternal tutor de todos los
ciudadanos.
Este nuevo “sheriff de Nottingham”, como el malvado personaje de la
novela “Robin Hood”, está siempre al acecho para quitarle a la gente lo
que es suyo. Ha moderado sus maneras y ha convencido a la mayoría de la
conveniencia de sus impuestos, deslumbrando a las masas con todo tipo de
infraestructuras y sistemas de “protección” social (logros, ambos, que
la gente habría alcanzado por sí misma y en mejores condiciones mediante
esa espontánea organización social que llamamos mercado). Pero la base
del sistema sigue siendo la expropiación, y por montos mucho mayores en
el siglo XX que los antiguos diezmos.
El Estado enseña los dientes a cualquiera que cuestiona su soberanía,
porque es plenamente consciente de que sin este atributo tan
cuestionable y obsoleto —al menos en su formulación presente y con sus
actuales contenidos—, se tambalearía y daría paso a una situación de
máxima libertad en la que los soberanos serían directamente los
individuos, y las escasas funciones a desempeñar por entes colectivos no
justificarían un Estado como el actual sino uno cien veces más pequeño y
limitado. Esto asusta a millones de personas con un interés directo o
indirecto en la continuidad del statu quo, desde los empresarios
mercantilistas que viven de la protección estatal frente a sus
competidores extranjeros hasta los líderes sindicales, desde los enormes
regimientos de funcionarios públicos hasta la clase política en pleno.
Todos estos sectores representan una coalición formidable, invencible
por el ciudadano solo en una confrontación directa con semejante
monstruo.
Pero David está ganando a Goliat escapando del sistema, refugiándose en
las oportunidades de afirmación de la soberanía individual que hoy
permiten las nuevas tecnologías y la popularización de los transportes y
las comunicaciones. ¿El Estado le sustrae su derecho a consumir
marihuana? Vaya usted a Amsterdam. ¿Le impide abortar? Cruce la frontera
o vuele al país más cercano con una legislación más liberal al
respecto. ¿Le perjudica la debilidad de la moneda estatal? Protéjase
cambiando su dinero a una moneda fuerte. ¿Le está robando a través de
unos impuestos confiscatorios? Acuda a un paraíso fiscal. La
globalización y la tecnologización de nuestra vida cotidiana son las
grandes aliadas de la persona individual en su heroica resistencia
frente al megaestado. Lo que no han conseguido los partidos políticos
liberales o libertarios, ni los economistas “austriacos” ni el ejemplo
de los grandes éxitos del sistema de pensiones chileno o de la
revolución económica neozelandesa, lo están logrando los vuelos
asequibles, las conexiones a Internet y, en definitiva, la abolición de
las distancias en nuestro mundo.
Refugios de libertad
La presión fiscal, la política arancelaria y las diversas formas de
intromisión del Estado en los asuntos de la gente son las causas
principales, si no únicas, de que en el mundo existan hoy más de
cuarenta paraísos fiscales. Es una constante histórica que allí donde
alguien intenta limitar la libertad humana, otro se ingenia un sistema
para preservarla. No se trata de lugares gobernados por perversos
políticos locales decididos a minar la “base fiscal” de los países
“normales”, ni de jurisdicciones corrompidas por el dinero de malvados
millonarios. Se trata de países y colonias que de forma absolutamente
ética y legítima ofrecen a la gente un respiro, una válvula de escape
frente a la persecución, es decir, un refugio. De ahí viene su nombre
original en inglés: “tax havens” (refugios fiscales), mal traducido al
español como “paraísos”. Aunque la palabra “paraísos” es bastante
ajustada a la realidad, en contraposición con el infierno fiscal que
representa la Hacienda pública de las jurisdicciones ordinarias, creo
que el nombre original, “refugios”, da una idea más precisa de lo que
acontece en esos lugares. La gente se refugia, se asila. Y si siente esa
necesidad es porque en sus lugares de origen ocurre algo injusto. Nadie
se tomaría las molestias —y hasta los riesgos— de refugiarse en
Liechtenstein o en las Bermudas si se le cobraran unos impuestos de un
cinco o diez por ciento, si montar una compañía en los países “normales”
fuera cuestión de horas y costara mil dólares, si la actividad
empresarial o la simple gestión de los ahorros no fuera una carrera de
obstáculos en la que uno percibe siempre en la nuca el aliento
amenazador de esos perros de presa humanos: los inspectores de Hacienda.
Cuando una ley es injusta, la gente se resiste a cumplirla. Así, miles
de jóvenes en todo el mundo se han resistido a cumplir el servicio
militar —y muchos han ido a prisión por ello— y las sociedades
generalmente les han dado la razón, hasta el punto de que este
intolerable abuso estatal sobre la vida, el tiempo, el cuerpo y el
trabajo de las personas ha quedado socialmente deslegitimado y está
siendo abolido país tras país. Pues bien, aunque tenga un estigma social
a veces insoportable —fomentado por la propaganda estatal pagada con
los impuestos de la misma gente a la que se dirige—, el hecho de
refugiarse en un paraíso fiscal no dista mucho conceptualmente, mutatis
mutandis, de la insumisión a otro supuesto deber como es éste de prestar
servicio armado al país.
Una palabra viene de inmediato a la mente cuando se discute la
justificación moral de las obligaciones de toda índole que el Estado
impone a las personas: “solidaridad”. La conclusión a la que el mundo
está llegando tras las últimas décadas de rebelión individual en
diferentes campos es que la solidaridad es una cualidad humana
indisociable de la voluntad. Se puede incentivar pero no imponer, y
suele aflorar por sí sola en cuantía suficiente —como demuestra el auge
de las ONG— si se permite la actuación libre de la conciencia humana, en
vez de organizarla desde un poder superior y paternal. La solidaridad
es demasiado importante para dejarla en manos de los burócratas, y la
gente empieza a darse cuenta de ello. La solidaridad forzada no es
solidaridad sino abuso y expolio, y si se puede justificar en algún caso
sería en muy contadas y excepcionales ocasiones, jamás como un
mecanismo sistemático, articulado y planificado desde el poder político.
¿Es insolidario el emigrante que se lleva su capacidad intelectual y
física a otro país porque las condiciones laborales creadas por la
legislación corporativista y mercantilista le hacen imposible encontrar
empleo? ¿Es insolidario el joven que se niega a perder un año de su vida
—o su vida entera— en el servicio militar a esa entelequia que llaman
“patria”? ¿Es insolidario quien refugia su dinero fuera de las fronteras
nacionales, harto de que el “Gran Hermano” le succione su patrimonio
para alimentar un sistema caduco e ineficaz? Insolidarios son quienes,
ante cualquiera de estas situaciones, criminalizan al individuo en lugar
de replantearse el sistema.
El auge de lo offshore
La palabra inglesa “offshore” (“fuera de la costa”) se emplea como
sinónimo eufemístico de “paraíso fiscal”, ante la criminalización social
a la que estas jurisdicciones han sido sometidas por los medios de
propaganda estatales. El sector financiero offshore representa hoy,
según los expertos, entre el diez y el quince por ciento de la riqueza
mundial, cuando en 1994 no pasaba del cinco por ciento. El crecimiento
es tan rápido que al término de la década de 2000 bien podría estar
refugiado en estos lugares más de la mitad del capital mundial. Hasta
hace unos años, los paraísos fiscales se consideraban como países y
territorios reservados a grandes empresas y, sobre todo, a fortunas
personales enormes. Pero la elevada presión fiscal del mundo
desarrollado, que se ha reducido algo pero que sigue estando muy por
encima de la medida esperada por la gente, junto a la simplificación y
el abaratamiento de los viajes y las telecomunicaciones, ha hecho de lo
offshore un entorno tentador y al alcance de cualquiera. Tener una
cuenta cifrada o una sociedad exenta de impuestos ya no es un lujo, y en
muchos casos es una necesidad.
¿Quién y cómo puede beneficiarse de los paraísos fiscales? En primer
lugar son un refugio ideal para las personas que han ido ahorrando
durante años y que o bien viven en países donde se les obliga a tener
sus cuentas personales en una moneda nacional insegura (caso de varios
países latinoamericanos) o bien han generado parte de su ahorro “en
negro”, es decir, fuera del control estatal. En lugar de tener
cantidades importantes debajo de la cama o perdiendo valor en la caja
fuerte de un banco, ese dinero puede hacerse productivo realizando
cualquier clase de inversión bursátil o simplemente manteniéndolo en una
cuenta remunerada en un paraíso fiscal. Cualquier suma a partir de unos
pocos miles de dólares justifica el recurso a estos territorios.
Además, en los banco offshore se puede uno beneficiar de la ausencia de
control de cambios y del uso exclusivo de monedas fuertes. Las cuentas
bancarias normalmente admiten fondos en varias monedas, por lo que se
puede diversificar cómodamente el capital teniendo en la misma cuenta
una parte en dólares, otra en yenes y otra en francos suizos, por
ejemplo. Las tarjetas de crédito emitidas por estos bancos se pueden
utilizar en el país de residencia del interesado, y a veces sin dejar
rastro. Y, por supuesto, estos bancos están obligados por ley a no
suministrar información a las haciendas de los países “normales”, cosa
que tampoco hace el propio gobierno del paraíso fiscal. Las cuentas se
abren con enorme facilidad y las comisiones bancarias no son, por lo
general, mucho más elevadas de lo habitual. Además de miles de bancos
dedicados en exclusiva al negocio offshore, la mayoría de los
principales bancos de cada país tienen bien organizada su estructura
exterior y ofrecen a sus clientes todo tipo de facilidades para realizar
y controlar sus depósitos, muchas veces sin siquiera desplazarse al
paraíso fiscal en cuestión.
Empresarialmente, los paraísos fiscales constituyen en la actualidad una
pieza clave del comercio internacional. En ellos se puede constituir
una empresa en cuestión de horas, sin que se inmiscuya en ello la
administración y por unas cantidades asequibles a cualquier bolsillo.
Cada vez son más los profesionales independientes que cobran a sus
clientes en el extranjero mediante este tipo de sociedades, cuyo precio
no suele superar los mil quinientos dólares como mucho. Evitar la doble
imposición, aliviar la carga fiscal que soportan y mantener el secreto
de algunas operaciones comerciales son los principales motivos por los
que las empresas acuden a un paraíso fiscal. No hay una sola
multinacional que no tenga una sofisticada estructura offshore, y el
tamaño de las compañías usuarias de estos territorios se ha reducido
hasta alcanzar a muchas pequeñas y medianas empresas. Una de las
ventajas del paraíso fiscal frente a la jurisdicción convencional es que
la identidad de los verdaderos propietarios y administradores puede
protegerse mediante figuras jurídicas que impiden a los Estados acceder a
esa información. La extrema seriedad y confidencialidad de los
despachos de abogados y del sector bancario son la clave del éxito de
estos territorios, por lo que en la práctica totalidad de los casos uno
puede estar tranquilo respecto a la seguridad de sus datos, de su
identidad y de su patrimonio.
La hipocresía anti-offshore
Los Estados convencionales han reaccionado de dos formas ante el
espectacular incremento del sector financiero offshore. Por una parte,
han lanzado toda suerte de campañas de propaganda destinadas a
deslegitimar y desprestigiar a los paraísos fiscales, presentándolos
ante la opinión pública como nidos de terroristas, narcotraficantes y
millonarios egoístas. Por otro, han intentado ponerle puertas al campo,
legislando innumerables normas destinadas a dificultar el acceso de los
ciudadanos a estos lugares y a asustar a la gente respecto a la
utilización de un paraíso fiscal. Pero la realidad se impone y de nada
le han servido a los Estados ni sus legislaciones liberticidas ni su
hipocresía. Esta última tiene su mayor expresión en la tolerancia de
facto de casi todos los grandes Estados frente a aquellos pequeños
paraísos fiscales con los que comparten un mismo entorno geográfico y de
idioma (Italia sobre San Marino, Francia respecto a Mónaco, Alemania
con Luxemburgo, Gran Bretaña respecto a las islas de Man, Jersey y
Guernsey, España frente a Andorra, Estados Unidos sobre Bermudas y Grand
Cayman, etc.). Esa tolerancia se debe a la presión de la comunidad
financiera de cada país, y a la preferencia de las haciendas públicas
por mantener esas fortunas cerca, de forma que reviertan de una u otra
manera en el país.
Los paraísos fiscales, salvo Suiza, suelen ser países minúsculos. Unos
son antiguos y respetados microestados europeos. Otros son pequeñas
islas del Caribe o del Pacífico sin muchos más recursos que el turismo y
el sector offshore. Muchos son todavía países colonizados cuya escasa
extensión y población les mantienen aún bajo depedencia política de la
metrópoli, pero con una plena autonomía económica y fiscal. Todos ellos
compiten entre sí por el aluvión de dinero que cada año huye de las
economías ordinarias hacia el sector offshore. Son en la práctica
totalidad de los casos territorios democráticos y con un correcto manejo
de la economía doméstica. Algunos han logrado generar un elevadísimo
nivel de vida para sus ciudadanos. Sin embargo, no faltan voces
puritanas que exigen la anulación de sus “privilegios” y hasta la
anexión a los países grandes cercanos, en el colmo de la arrogancia. Es
lo que sucedió hace poco en Alemania, cuando se descubrió que el partido
democristiano CDU tenía cuentas en Liechtenstein y hubo quienes se
permitieron incluso reclamar la anulación de este pequeño país
centroeuropeo. La OCDE intentó en 1998 y 1999 organizar a sus Estados
miembros en una especie de cruzada contra el sector offshore, pero los
mismos países que tanto vociferan contra los paraísos fiscales
encontraron mil y un impedimentos para coordinarse. Tampoco las
alarmistas conclusiones de la comisión Ruding del Parlamento Europeo
motivaron acción alguna por parte de los Quince. En definitiva, la
hipocresía no sirve cuando la realidad se impone, y la propaganda
anti-offshore no es ni creíble ni eficaz. El dinero es de la gente y la
gente quiere ser libre.
Un futuro “paradisiaco”
Los paraísos fiscales no son un mal sino un síntoma. La enfermedad que
señalan es el prepotente soberanismo fiscal de los países frente a sus
ciudadanos, la glorificación del Estado y la continua amenaza de éste a
la propiedad de las personas y de las empresas. Esa y no otra es la
dolencia, y la medicina que la combate se llama libertad económica. La
globalización está suministrando a los individuos amplias dosis de ese
medicamento milagroso. En el Occidente desarrollado hemos conquistado la
libertad política, y América Latina se ha incorporado a ella tarde pero
bien. Falta la libertad económica, y por ahora sólo los paraísos
fiscales nos la proporcionan, mientras nuestros Estados nos la niegan.
Además nos ayudan a forzarles para que nos la reconozcan de una vez. La
tendencia apunta hacia un mundo donde el sheriffde Nottingham terminará
recibiendo un sonoro y humillante corte de mangas y, en vista de no
tener nada que recaudar por haber refugiado todos los aldeanos su dinero
en el bosque offshore de Sherwood, bien custodiado por Robin Hood y sus
amigos, se irá a casa con los bolsillos vacíos y dejará en paz, por
fin, a las antiguas víctimas de su vampirismo convertidas ya en
ex-súbditos económicamente libres.
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