disfruten lo votado..
Un informe demoledor sobre la democracia española
Sólo
la modorra, y hasta la indolencia, con que el sistema político se
enfrenta a la baja calidad de la democracia española puede explicar que
ningún senador, ni siquiera el presidente de la Cámara Alta, haya salido
a defender la institución tras reconocer el ya exsenador Granados que allí no se da un palo al agua.
O expresado de forma igualmente coloquial. Que el Senado no sirve más que para apretar un botón,
según expresó el antiguo protegido de la cazatalentos Esperanza Aguirre
con fina ironía. Y aunque se desconoce si el exsenador Granados
devolverá al erario público lo cobrado durante dos años de evidente
ociosidad y holgazanería, no le falta razón. El Senado, como todo el
mundo sabe, es una canonjía.
Su argumento, en todo caso, recuerda a lo que el jefe de un submarino
alemán le espetó a un joven marinero en la película Das Boot.
‘Tranquilo, no nos pueden hundir más porque ya lo estamos’.
Ese es, en realidad, el drama de la democracia española. El colapso
institucional provoca un hecho insólito. Los actores de ese inmenso
teatro de las apariencias en que se ha convertido la política:
diputados, senadores, concejales, magistrados o altos cargos de la
Administración, conocen mejor que nadie que el sistema político necesita
ponerse al día para no caer atrapado bajo la ruedas de la historia.
Pero, desgraciadamente, sólo afloran las críticas cuando forman parte de
un proceso autoexculpatorio o cuando se ha abandonado la actividad
política. Hasta el extremo de que nadie protesta cuando a un político
elegido por el pueblo -donde reside la soberanía- se le sanciona por no
seguir los dictados de la mayoría, cuando la Constitución prohíbe de
forma taxativa el mandato imperativo, lo que impide cualquier sanción
que vaya contra la conciencia de un electo.
No se trata de una cuestión menor. La prohibición del mandato imperativo
forma parte del núcleo de los Estados constitucionales, toda vez que en
el antiguo régimen la función representativa tenía un carácter formal.
Sin embargo, con el nacimiento de los nuevos Estados liberales,
desparece el mandato imperativo, precisamente porque el electo está
avalado por el sufragio popular y, por lo tanto, ninguna organización
puede impedir que el designado por el pueblo vote en conciencia. No
ocurre así.
En público y en privado
En
la política española se ha instalado una especie de ley del silencio
que impide decir en público lo que se piensa en privado. Lo cual forja
una inmensa pantomima. Si la opinión pública conociera lo que piensan en
privado muchos de sus representantes, es probable que el sentido del
voto fuera muy distinto.
Existe, en este sentido, un
documento impecablemente bien argumentado que refleja cómo se oculta la
realidad. Lo redactó hace unos meses la Asociación de exdiputados y
exsenadores de las Cortes Generales, una organización que nació hace casi dos décadas, y cuyos redactores dicen ahora las verdades del barquero. En uno de sus últimos informes, por ejemplo, se incluye un párrafo impagable.
“El político incompetente que carece de valores e ideas”, asegura, “solo sabe exagerar y acusar”. Y en coherencia con este razonamiento, se ha instalado una “espiral destructiva” entre los responsables políticos que da una sensación generalizada de “corrupción y descontrol público”.
La consecuencia de este ruin comportamiento (el célebre ‘y tu más’),
provoca un ejercicio del poder “temeroso y sin coraje para la toma de
decisiones”. Hasta el extremo, habría que añadir, de que ninguna
decisión se toma al margen del ‘dedo divino’, que diría Aguirre, como si
ella no formara parte de esa ceremonia de la mediocridad en que se ha
convertido la cosa pública.
Como si ella no hubiera seguido al pie de la letra aquella vieja máxima
de Maquiavelo, quien sostenía que cuando el príncipe está al frente de
sus ejércitos y tiene que gobernar a miles de soldados, es necesario que
el monarca no se preocupe de si tiene fama de cruel entre sus huestes,
ya que sin ella nunca podrá disponer de un ejército unido y
disciplinado. Y en eso estamos. El problema es que el florentino se
refería a un país del antiguo régimen.
Y por eso conmueve
que prácticamente ningún político denuncie la raíz del problema, que no
es otra que la ausencia de democracia en los partidos con probabilidades
reales de gobernar. Tanto en la ‘era Zapatero’, cuando un puñado de
iluminados tomó la Moncloa por medios democráticos, como ahora. Con un
Rajoy convertido en un vulgar oligarca de partido. Nada se mueve sin que
lo diga el líder, el encargado de confeccionar las listas electorales.
Él mismo es hijo de esa forma de hacer política.
El ganador se lo lleva todo
El
resultado, como no puede ser de otra manera, es que el actual régimen
de partidos ha acabado por expulsar del sistema político a la
ciudadanía. Nadie con dos dedos de frente querría participar
en un sistema en el que el ganador, como en la canción de ABBA, se lo
lleva todo.
No es para menos teniendo en cuenta, además, que ejercer la política
-mal pagada y peor considerada- se ha convertido en un oficio bajo
sospecha.
Se ha llegado a esta percepción no porque los
ciudadanos lo vean así de forma natural, sino porque son los propios
políticos los que han creado un sistema cerrado del que sólo despotrican
cuando son expulsados de los meandros del poder. Y lo que es
todavía peor, se confunde partido y Gobierno como si se tratara de una
simbiosis perfecta, cuando la ausencia de autonomía de cada una de las
dos partes, lo que hace es empobrecer el debate político. Aunque no sólo
eso. Como se ha comprobado en el caso del PSOE, una nefasta acción del
gobierno puede destruir un partido durante una generación. Algo
impensable en países en los que el partido desaparece entre elección y
elección, pero que en el interregno es capaz de garantizar que el
sistema de selección de líderes se hace por cauces democráticos.
En el citado documento de los exparlamentarios existe, en este sentido, un párrafo clarificador que parte de una realidad obvia.
“Nos encontramos”, se asegura, “con un evidente agotamiento y deterioro
de los mecanismos de reclutamiento” de los dirigentes políticos, y eso
ha derivado en un permanente “asalto al poder interno”, produciendo
maquinarias que, “si no ejercen el poder o incluso detentándolo, dedican
dos tercios de sus esfuerzos al rozamiento interno”.
O
lo que es lo mismo a conspirar o a entregarse a las televisiones de
madrugada para recabar apoyos que no logran en el partido por ausencia
de mecanismos que canalicen el debate democrático.
El
exsenador Granados refleja como nadie esas miserias de la política. Hay
sospechas fundadas de que alguien en su partido ha conspirado contra
él, pero él mismo, en lugar de haberlo denunciado públicamente cuando
correspondía, calla. Y no sólo eso, en un ejercicio de hipocresía
conmovedora, todavía no ha dicho con pelos y señales de dónde procede su
dinero en Suiza más allá de vaguedades infantiles.
Ese es, en realidad, el problema de fondo. No se puede construir una democracia sin demócratas. Así de fácil.
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