H.L. Mencken: "En defensa de las mujeres"
Es evidente que las responsables de los numerosos sitios web feministas en los que está publicada la obra In Defense of Women (1918) de H.L. Mencken (1880-1956) sólo
han leído el título del libro. Porque de todos los libros que conozco,
éste es el ariete más demoledor del victimismo feminista, un
verdadero malleus feministorum para las hijas de Engels. Si éstas, al
igual que sus predecesoras sufragistas de la época de Mencken, asientan
todo su andamiaje ideológico en la subvaloración de la mujer como
criatura históricamente incapaz de liberarse del yugo milenario
masculino, Mencken se aplica a demostrar que las cosas han ocurrido exactamente al revés, que ha sido la mujer quien ha explotado secularmente las debilidades del hombre a su favor.
Mencken es un clásico sin pelos en la lengua. De él dice Gore Vidal en
un texto de 1991 utilizado como prólogo para esta edición del libro:
"Fue el periodista más influyente de su tiempo, y no sólo eso: también
el más agudo y ocurrente". Y añade: "Con franqueza, hoy en día un
escritor tan claro y exigente no sería admitido en la prensa dominante, y
aquellos que piensan que les gustaría rescatarlo serían los primeros en
censurarlo y reprobarlo".
Quienes compartan esa afición hoy tan generalizada a utilizar la figura
masculina como saco de entrenamiento sentirán el primer espasmo de
placer cuando lean el párrafo con que arranca el libro: "Las mujeres,
congéneres al fin y al cabo de los hombres, al margen del respeto que
puedan exteriorizar ante los méritos y la autoridad del varón, en
secreto lo tendrán siempre por un burro, sentimiento éste que va
emparentado con la compasión". El tono general de todo el texto vibra ya
en ese primer bocinazo. Averiguar qué es lo que va en serio y qué es lo
que se dice en broma bajo una capa de ironía ininterrumpida a lo largo
de casi doscientas páginas resulta tarea más compleja. Uno nunca sabe
con certeza si lo que sostiene Mencken es lo que está escrito o
exactamente lo contrario.
Aparentemente, lo que Mencken nos viene a decir es que existen una serie
de habilidades (entender de política, seguir la evolución de la bolsa,
vender mercancías, regatear precios o endilgar medicamentos inútiles a
los ignorantes) de las que el hombre medio se siente muy ufano y que las
mujeres consideran totalmente secundarias. Si hay pocas mujeres
abogadas, cirujanas o redactoras jefe en un periódico, ello se debe a
cierta forma de superioridad que comparten con los hombres
verdaderamente excepcionales y explica su desinterés por determinadas
especializaciones que, según Mencken, requieren un esfuerzo mental
similar al que hace un chimpancé cuando aprende a atrapar una moneda al
vuelo. Medio en broma, medio en serio, Mencken nos pone ante los ojos
esta realidad: si la mujer no "triunfa" en los campos de especialización
tradicionalmente reservados al hombre es debido a su innato desprecio
por ese tipo de destrezas, no a causa de ningún impedimento social. "Los
tabúes que se interponen en el camino –explica Mencken- son de poca
monta; varias mujeres de espíritu aventurero los han desafiado con total
impunidad; una vez se abre la puerta, no queda en el interior ningún
obstáculo de importancia".
Esta es, sin duda, una valoración que la realidad se ha encargado de
confirmar durante los 80 años transcurridos desde que se formuló. Las
mujeres han accedido con total naturalidad a los sectores laborales y a
las formas de vida y expresión social que les han interesado, sin necesidad de librar esas luchas contra molinos imaginarios que las feministas han inventado para su particular victimología.
Una cosa es la inercia social y otra la discriminación femenina, por
más que la confusión de ambas haya llegado a ser ya casi automática. La
oleada de murmuraciones con que fue acogida la joven maestra interina
que, en los años 50, llegó de la capital luciendo las primeras medias de
colores que se vieron en mi pueblo no procedía de la curiosidad mal
disimulada de los hombres ni de la admiración emuladora de las chicas
jóvenes, sino de la aversión instintiva y envidiosa de las mujeres
adultas que, por entonces, y en respuesta a criterios de indumentaria
exclusivamente femeninos, se vestían de luto vitalicio a partir de los
cuarenta años. Análogamente, la inercia social ofrecerá tanta o más
resistencia al primer grupo de hombres que decida acudir al trabajo con
los labios pintados; con seguridad, bastante más que la ofrecida a las
primeras mujeres que adoptaron como atuendo de oficina el terno y la
corbata masculinos o las más exiguas variantes de minifalda con raja y
camiseta elástica de hiperrealismo anatómico.
Mencken, maestro de la ironía y del doble sentido, encuentra en el
matrimonio una materia prima inagotable para ejercer su virtuosismo. "El
hecho mismo de que se produzcan los matrimonios –afirma- es buena
prueba de que las mujeres son más frías de mente que los hombres, y más
diestras en el empleo de sus recursos intelectuales, pues resulta
evidente que obra en beneficio del varón el evitar el matrimonio
mientras le sea posible, así como redunda en interés de la mujer el
concertar y celebrar un matrimonio favorable tan pronto como buenamente
pueda. […] En el momento en que ella discierne esa actitud
sentimentaloide que burbujea en él –esto es, en el momento en que sus
zafias risas de zoquete, sus ojos en blanco, dan a entender que por fin
ha coronado ese desastre intelectual al que se suele llamar
enamoramiento- él cae en manos de ella y es del todo suyo, para que ella
haga con él lo que le plazca". En cambio, nos dice Mencken, las
mujeres obran con mucha más cautela antes de adquirir un compromiso de
esa naturaleza, y ello "se manifiesta en el hecho incontestable de que
las mujeres rara vez se dejan desconcertar, y menos aún engatusar, por
la mera belleza de los hombres". En el negocio de su vida la mujer
atiende a otras consideraciones de mayor envergadura.
En los años veinte del pasado siglo, y al igual que poco antes había
denunciado Belfort Bax en su libro "The legal subjection of men" (1908),
Mencken constata ya el advenimiento de una nueva era caracterizada
por la inmensa gama de inmunidades ofrecidas a la mujer, "que culminan
en estos últimos años con la pasmosa doctrina de que bajo el contrato
matrimonial todos los deberes recaen en el hombre y todos los
privilegios son propios y privativos de la mujer". Esa nueva
doctrina se ha introducido en la práctica y en la ley -es decir, en las
leyes estadounidenses de principios del siglo pasado- gracias a la
audacia de la mujer y la actitud excesivamente emotiva e ingenua de los
hombres, de forma que las nuevas leyes, "aprobadas en una orgía
sentimental", despojan al marido de todo control sobre las propiedades o
actividades de la esposa, al tiempo que ésta, que carece de cualquier
obligación precisa dentro de la familia, desde el momento en que accede
al matrimonio "obtiene una participación amplia e inalienable en las
propiedades [del marido], incluidas las que pueda amasar en el futuro".
Por si fuera poco, las mujeres norteamericanas no dejan de reclamar
programas sociales que, en el fondo, son artificios para aumentar su
autonomía y poder. "Pronto se extenderán estos horrores a todos los
países protestantes", concluye Mencken.
En relación con el sufragio femenino recién conseguido, el juicio de
valor que hace Mencken es casi un resumen de todo su libro, por lo que
lo reproduciré con bastante extensión:
"Del mismo modo, estoy persuadido de que la mujer normal y corriente,
sean cuales fueren sus defectos, es infinitamente superior al hombre
medio. La soltura misma con que lo desafía y lo estafa en varias
situaciones vitales de capital importancia es la más clara de las
pruebas que se pueden aportar sobre su superioridad general. La
inmunidad de que goza en la actualidad no es algo que haya obtenido a
manera de don gratuito y otorgado por los dioses, sino que es fruto de
una larga y a menudo aciaga batalla, batalla en la cual ha exhibido un
talento forense y táctico de orden realmente admirable. No ha
existido debilidad en el hombre en la que no haya sabido penetrar para
obtener ventaja. No ha habido un solo truco al que no haya dado un uso
eficaz. No se ha visto artimaña tan arriesgada e inusitada ante la que
ya se haya amilanado.
El ultimísimo y mayor fruto de ese talento femenino para el combate es
la ampliación del sufragio, hoy ya universal en los países protestantes y
en constante avance en los de ritos griegos y latinos. Este fruto se ha
cosechado no por medio de un ataque en masa, sino con una mera
incursión. Creo que la mayoría de las mujeres, por razones que expondré a
continuación, no estaban ansiosas de ver aprobada esa ampliación, y hoy
en día la tienen por algo de muy poca monta. Saben que pueden conseguir lo que quieran sin tener que visitar las urnas;
por si fuera poco, no sienten la menor simpatía por la mayoría de las
falsas reformas por las que abogan los sufragistas profesionales,
hombres y mujeres por igual."
Mencken es despiadado en sus críticas. Sus alabanzas al genio femenino
parecen hechas a medida únicamente para poder mofarse más a sus anchas
del sexo masculino, siempre dispuesto a comportarse como un asno de
carga al que su mujer lleva del ronzal. Seguramente habría disfrutado
escribiendo un segundo libro en defensa de los hombres, sólo para poder
destacar y contrastar mejor los defectos de las mujeres. Pero, por
encima de los "asnos viriles", el blanco predilecto de sus críticas es
la sufragista (la feminista de entonces), "una mujer que de forma
estúpida ha llevado a tal extremo la envidia que le provocan ciertos
privilegios superficiales del hombre que termina por adquirir los tintes
de una obsesión" y que "se ha especializado en medir las cosas con
un doble rasero" para el hombre y para la mujer. En particular, lo que
extraña a Mecken de las sufragistas es su obsesión por el sexo y su
envidia de una imaginaria e inagotable promiscuidad masculina, el
estereotipo de un hombre "polígamo, multígamo y centígamo"
absolutamente alejado de la realidad. En general, las sufragistas
aborrecen a los hombres porque han fracasado en el intento de atrapar
uno a su medida y conveniencia y, como resultado de su frustración,
"abogan de un modo incendiario por la higiene sexual y el control de la
natalidad. La rigurosa limitación de la progenie, de hecho, es una
meta que defienden las mujeres que corren el mismo riesgo de tener un
embarazo indeseado que las momias de la Décima Dinastía". Así de implacable es la opinión que tiene Mencken de las sufragistas, de las que dice que, en su mayoría, "no hubieran podido cubrirme de abrazos en el lecho sin antes administrarme cloroformo".
Las cosas no han cambiado mucho en lo que respecta al concepto de
prostitución, tan aborrecible para las feministas de entonces como para
las actuales, empeñadas en perseguir penalmente a los clientes. Mencken
ve las cosas de otra manera, y destaca que "a la prostituta, en general,
le gusta su trabajo, y por nada del mundo se cambiaría de sitio por una
dependienta o una camarera", lo cual seguramente sigue siendo cierto,
al menos para las prostitutas de nacionalidades europeas. Mencken
cuenta los resultados de una investigación en la que participó y en la
que se investigó la trayectoria de "miles de profesionales" de la
prostitución en una gran ciudad estadounidense. Para asombro de la
organización benéfica promotora de la investigación, la mayoría de las
prostitutas (el 80 por ciento) no acababan sus días en el arroyo, como
era creencia general, sino ante el altar, respetablemente casadas;
otras seguían en el oficio durante quince o veinte años y después se
retiraban y vivían ociosamente el resto de sus días con las ganancias
acumuladas.
Uno de los recursos más incansablemente utilizados por la mujer moderna
-nos dice Mencken- es la "sed de martirio", una debilidad fingida que
resulta infalible para desarmar la desconfianza masculina y obtener
cualquier cosa. Al hombre siempre le halaga sentirse solicitado por la
mujer y siempre responde positivamente ante esa falsa debilidad, tanto
si se trata de ayudar a una mujer a desatascar una tubería como de
enjugarle unas lágrimas. Algunos sarcasmos de Mencken, evidentemente
escritos para una sociedad y una época en las que el sentido del humor
no estaba aún supeditado al puritanismo políticamente correcto, le
habrían granjeado las más virulentas críticas en la época actual. Eso
es, tal vez, lo que hemos perdido en libertad de expresión y hemos
ganado en aburrimiento. Para los cánones actuales, tratar a los hombres
como asnos es un simple detalle de buen gusto. Pero decir algo que no
sea música celestial para los oídos feministas entraña ya más riesgo,
incluso apellidándose Cela o Umbral. Dice Mencken: "La mujer civilizada [...] nace casi convencida de que es de verdad tan débil y desvalida como más adelante fingirá serlo
[...] Uno de los fenómenos que provoca este hábito es el deleite en el
martirio que tan a menudo se detecta en las mujeres, y en particular en
las menos despiertas e introspectivas. Hallan un placer violento y
malsano en el sufrimiento; les encanta representarse a sí mismas como
santas mortificadas. Por ello siempre encuentran algún motivo para la
queja, incluso las meras condiciones de la vida doméstica les ofrecen
material clínico a espuertas". Por supuesto, al hombre le falta tiempo
para responder con su ancestral deferencia hacia la mujer, con lo cual
ambos se complementan: "el hombre siempre busca alguien ante quien alardear; la mujer siempre anda a la zaga de un hombro donde recostar la cabeza".
Este análisis, trasladado a la época actual, adoptaría la forma siguiente: la
politización de lo personal -prescrita por el código feminista- ha
exacerbado, por un lado, la tendencia victimista de la mujer y, por
otro, las pulsiones protectoras del hombre. Con lo cual, tenemos una
realidad social en la que la mujer se deja mecer y acunar por las
teorías que hacen de ella una sempiterna víctima de la rudeza masculina
y, al mismo tiempo, el noble bruto -definición del varón que, sin duda,
suscribiría Mencken- siente toda clase de remordimientos y complejos
por la barbarie de su sexo y pone el máximo empeño en resarcir a la
mujer y castigar despiadadamente a sus congéneres varones con todo tipo
de leyes y sentencias. Al fin y al cabo, como concluye Mencken al
juzgarse a sí mismo, "un hombre es inseparable de su estupidez y su
vanidad congénitas, tal como es un perro inseparable de sus pulgas".
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