Ayer, 7 de noviembre de 2013, 7 años y unos meses después del accidente
mortal del metro y apenas unos días después del cierre de la cadena que
los deja en la calle, los trabajadores de canal 9 tienen un arrebato de
sinceridad y reconocen que se desinformó y piden perdón.
Los trabajadores de Canal 9 denuncian ahora públicamente, tras el
anuncio de cierre de la cadena por parte de la Generalitat Valenciana,
el silencio mediático forzoso impuesto por el Partido Popular sobre el
tema del mayor accidente de metro de la historia de España, el ocurrido
en la línea 1 del metro de Valencia el 3 de julio de 2006.
"Al
principio del informativo hemos escuchado en directo a Beatriz Garrote,
portavoz de la Asociación de Víctimas del Accidente de Metro de
Valencia.
La intención de los profesionales de esta casa ha sido
siempre la de estar a su lado y al de muchos otros, y contarles las
cosas que pasan, todas las cosas que pasan, pero eso, desde estos
despachos, no siempre nos lo han dejado hacer.
El 3 de julio de
2006, debajo de estas escaleras de esta parada de metro de Jesús, en la
línea número 1 de metro de Ferrocarriles de la Generalitat Valenciana
(FGV) tuvo lugar la tragedia más grave de metro ocurrida jamás en
España: 43 personas perdían la vida en un accidente.
Canal 9,
sus micrófonos, sus cámaras, fueron las primeras en llegar hasta aquí y
captar todo lo que estaba pasando. De hecho, esas imágenes fueron las
que llegaron a toda España a través de las televisiones autonómicas,
pero el problema vino después: las consecuencias, las voces que se
silenciaron, la investigación de un accidente y también el trasfondo
político que hemos podido leer en otros periódicos o escuchar en otras
televisiones
Canal 9 tuvo una actitud indigna para una televisión
pública que habría debido estar al lado de sus ciudadanos. Las órdenes
para silenciar aquellas voces, para no entrar en la investigación, para
callar muchas cosas salieron de un despacho, del despacho del Palau de
la Generalitat, del mismo despacho del que ayer salió otra orden: la de
retirarnos estos micrófonos y estas cámaras y no poder mantenerles a
todos ustedes informados de lo que está pasando".
¿Grandes profesionales en Canal 9? ¿De qué?
No es lo mismo escribir de periodismo que de periodistas. Para
lo primero basta con acudir a los lugares comunes de siempre y construir
un relato sobre la crisis de la profesión y de las empresas y, por
supuesto, dejar bien al gremio, que, según parece, nunca tiene culpa de
nada. Hacerlo sobre periodistas –saco en el que me incluyo- es más
complicado. Requiere tener el suficiente apetito para sobrevolar por
encima de esa máxima de que perro no come carne de perro y luego empezar
a juntar palabras con las tripas, ignorando el manual de cómo hacer
amigos de la cruz a la raya.
El periodismo, como se ha advertido, está en crisis. Sobre ello han
teorizado mucho y bien catedráticos de la cosa y hasta Kapuscinski
impartió en su día clases magistrales sobre cómo la realidad no
interesaba tanto como evitar que la competencia se adelantase, lo que
convertía la información en un mero espectáculo. Hace tres años Robert
G. Picard, profesor y analista de medios de comunicación, pronunciaba en
Oxford una conferencia demoledora en la que sostenía que los
periodistas merecían ganar poco porque su trabajo podía ser desempeñado,
llegado el caso, por un descargador de frutas de Mercamadrid.
Opinaba este hombre que si un ciudadano normal y corriente podía dar
noticias gratis en su blog personal, incluir sonido, fotos y vídeos y
distribuir todo ese contenido por una red social, era absurdo que una
empresa pagase por ello. Y aconsejaba a los periodistas “empezar a
proporcionar una información y un conocimiento que no sea accesible por
otras vías, y de formas más útiles y relevantes para su público”.
A la Prensa le quedaba en definitiva la información propia, pero en esto
llegó Assange y Wikileaks, y más tarde ha aparecido Snowden con sus
espías, en abierta demostración de que los medios han perdido incluso
ese monopolio de lo exclusivo y son otros los que administran lo que se
publica o no en sus páginas. Remuevan estos ingredientes en una
coctelera, llena a partes iguales de recesión económica e infructuosa
búsqueda del nuevo modelo de negocio al que obliga la revolución
tecnológica, y obtendrán el desastre actual y a Pedro J. haciéndose
fotos con un tirachinas Xbox y ofreciendo secadores de pelo por cada
suscripción a Orbyt.
Como en lo económico, la crisis de la de prensa en España ha tenido sus
propias peculiaridades. La principal ha sido una guerra de trincheras
sin cuartel que durante años situó a los medios en dos bandos
perfectamente diferenciados. La información sólo era relevante cuando
perjudicaba a los otros. La nociva para los intereses propios se
simulaba o se ocultaba con mayor o menor elegancia. En esa actividad los
periodistas hemos sido cómplices necesarios. Sólo el hundimiento de la
actividad económica y la constatación de que los favores políticos se
habían vuelto imposibles han aligerado de contendientes el campo de
batalla. Aunque sólo fuera por su contribución a esta noble causa, las
asociaciones de la prensa tendrían que levantar un monumento a Luis
Bárcenas o, al menos, a sus papeles.
Pero hablemos de periodistas, incluido uno mismo. ¿Que qué hicimos para
cambiar el estado de cosas? Absolutamente nada. Más aún, en medio de una
reconversión salvaje que deja pequeña la del sector de la construcción,
con cierres casi diarios de medios de comunicación y miles de despidos,
los profesionales no hemos sido capaces ni de convocar una simple
protesta general, de esas que en Italia, por ejemplo, están a la orden
del día. A lo más que hemos llegado es a expresar nuestras más sentidas
condolencias a los afectados por Twitter, y de paso ganar seguidores en
la red por nuestro buen corazón.
Cualquier parecido entre el idealizado periodista de las películas y los
asalariados de los medios es pura coincidencia. Empezaba uno a trabajar
en Diario 16 cuando el mejor redactor jefe que he tenido me aclaró el
panorama: “Chaval, éste es el oficio con el mayor número de hijos de
puta por metro cuadrado”. Llevaba muchísima razón mi admirado Alberto
Otaño.
Claro que la generalización es injusta y que hay periodistas que creen
en lo que hacen, que aspiran a observar el mundo e intentar cambiarlo,
que se dejan la vida en conflictos olvidados, que sufren secuestros o,
simplemente, que tratan de contar con cierta objetividad lo que ven y
oyen en una sesión parlamentaria o en una rueda de prensa. Pero existe
una fauna de divos, tertulianos de cámara, lameculos y vagos que les
oscurecen. Lo peor, con todo, es la legión de tipos sin principios que
deambulan por la profesión, que nunca podrán respetar a nadie porque son
incapaces de respetarse a sí mismos.
El último episodio del serial ha sido el cierre de la Radio Televisión
Valenciana, un medio que el PP había convertido en una caricatura y de
cuya manipulación grosera había bastantes datos antes de que algunos
trabajadores de la casa empezaran a ilustrarnos, ya con la guillotina
cayendo sobre sus cabezas.
Más lamentable que sus propios relatos, que los eufemismos que se veían
obligados a utilizar para satisfacer a regidores de la cloaca valenciana
o de su postrera petición de perdón por haber callado sobre la tragedia
del Metro de Valencia ha sido su propio comportamiento. Hasta la
necesidad de hacer tres comidas al día debería tener en la dignidad un
límite infranqueable.
Está habiendo mucho rasgado de vestiduras y mucho tenor hueco que canta a
esos “grandes profesionales” que al parecer habitan la RTVV. Seguro que
existen estupendos realizadores, cámaras, productores, maquilladores y
señoras de la limpieza. Lo que cuesta trabajo creer es que convivan
entre ellos grandes profesionales del periodismo, porque se habrían ido a
pescar anguilas a la Albufera antes que participar en esa gigantesca
mascarada. ¿Que un servidor en su situación habría tragado también? Es
una posibilidad.
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