La cara oscura del milagro alemán
Pese a la bonanza económica, el Estado gastó 37.100 millones subsidios sociales el año pasado
Klaus Wowereit, el famoso jefe de Gobierno de la ciudad-estado de
Berlín, tiene 59 años, es dueño de un carisma arrebatador, ama las
fiestas y goza del raro privilegio de ser el primer político de peso de
Alemania que ha salido voluntariamente del armario “Soy gay y eso está
muy bien”, dijo hace ya 12 años en la convención del partido
socialdemócrata (SPD) que debía aclamarlo como candidato al cargo que
actualmente ocupa.
“Berlín es pobre pero sexy”, confesó poco después el político
socialdemócrata, al admitir con otra frase famosa la triste realidad
económica de la capital alemana y, al mismo tiempo, resaltar la
recuperada “vida alegre” que ofrece la ciudad. El lado sexy de Berlín se
encuentra en cada esquina, pero ¿quién conoce el lado pobre de la
ciudad, el que no aparece en los folletos turísticos, pero que se puede
descubrir utilizando las estadísticas oficiales o visitando los centros
de asistencia social?
La ciudad que gobierna Wowereit, por ejemplo, tiene una deuda pública de
62.000 millones de euros, una tasa de desempleo del 11,7% —una de las
más altas del país— y contabiliza 551.000 personas que viven del famoso
Hartz IV, la ayuda social bautizada con el apellido del hombre que
diseñó gran parte de la Agenda 2010 que impulsó el excanciller Gerhard
Schröder: 418.000 adultos y 153.000 niños y jóvenes.
El Hartz IV, una herramienta que acabó con la carrera política de
Schröder, se aplica a las personas que por las razones más diversas no
logran encontrar un empleo regular y tiene la magia de maquillar las
estadísticas oficiales del paro en el país. Los receptores de la ayuda
social en Alemania —un total de 4,4 millones de adultos en condiciones
de trabajar y 1,7 millones de niños y jóvenes que en 2012 le supusieron
al Estado 37.100 millones de euros— no figuran en las estadísticas
oficiales del paro.
El lado oscuro del poderío económico alemán es un problema que conocen
de primera mano las personas que trabajan en Arche, una institución
benéfica que fue creada por el pastor Bern Siggekow en Berlín y cuya
misión es ofrecer una vida más amable a los niños cuyos padres carecen
de recursos.
“La ayuda social en este país es la otra cara de la riqueza alemana”,
admite Paul Höltge, un trabajador de Arche, que reparte solo en Berlín
más de 600 comidas gratis a los niños que viven en situación precaria y
cuyos padres son receptores del famoso Hartz IV. “El trabajo que realiza
Arche ha dejado al desnudo una lacra social alemana: el desamparo que
sufren cientos de miles de niños en este país, niños que están afectados
por la pobreza material y emocional”, añadió.
Arche, que no recibe fondos públicos, tiene cinco centros en Berlín
donde, además de repartir comida, ofrece a los niños ayuda escolar,
actividades de ocio y compañía. El centro más grande está ubicado en
Hellersdorf, uno de los barrios más conflictivos de Berlín Este, donde
sobresalen los famosos Plattenbau, los feos edificios construidos con
paneles prefabricados en la época del socialismo real que imperó en la
antigua República Democrática Alemana (RDA).
En este centro, que funciona en una vieja escuela también construida con
paneles prefabricados, Arche ofrece cada día unas 200 comidas a los
niños que están catalogados como pobres en la sociedad germana (los
padres también pueden comer gratis) e intenta alejar de la calle, el
alcohol y las drogas a unos 50 jóvenes que viven en la vecindad.
Romy Puhlmann es una asidua visitante del centro. Esta mujer divorciada
de 33 años recibe desde hace un año ayuda social y, de lunes a viernes,
acude allí para dar de comer a sus dos hijos menores, de dos y cuatro
años. Aunque tiene un diploma de auxiliar de laboratorio, la mujer se ha
convertido en una víctima de las contradicciones de la política del
actual Gobierno, que intenta, por los medios más variados, fomentar la
natalidad en el país.
“Mis dos hijos menores solo pueden permanecer cuatro horas en el
parvulario, porque yo no tengo trabajo”, cuenta Romy. “Lo mismo sucede
con mis dos hijos mayores, de seis y nueve años, que no pueden comer y
hacer sus tareas en la escuela. Si acepto un trabajo, ¿quién cuida a mis
hijos? Como no tengo trabajo, mis hijos no tienen derecho a permanecer
más tiempo en el parvulario y en la escuela”.
“La política oficial de este país pone trabas a mi desarrollo personal y
laboral”, insiste Romy; “por mis cuatro hijos mis posibilidades de
encontrar trabajo son casi nulas. Tampoco puedo buscar un trabajo a
tiempo reducido [minijob], porque me obligarían a trabajar en turnos de
noche. Me dicen que estoy demasiado vieja y que no soy flexible”.
A pesar de las penurias y las contradicciones de la política, ni Romy ni
sus hijos pasan hambre, ni frío en invierno. Gracias a la ayuda del
Estado la mujer dispone de unos 1.500 euros netos al mes, una suma que
le permite vivir con dignidad, pero la ayuda social no le ofrece
soluciones para el futuro, ni tampoco resuelve sus inquietudes humanas.
“Yo quiero trabajar, pero cada día pierdo las esperanzas de ver luz al
final del túnel”, admite, al resumir el futuro que le depara la ciudad
sexy donde nació.
Romy y sus hijos pertenecen al último círculo de la sociedad alemana,
los receptores de la ayuda social, un grupo casi condenado, como Romy, a
envejecer a expensas del Estado, que prefiere inyectar miles de
millones de euros para aligerar la mala conciencia de los políticos y
que, rara vez, ofrece soluciones prácticas para integrar a los
receptores de la ayuda Hartz IV en el mercado laboral.
Paul Höltge, el trabajador de Arche que estuvo presente en la
conversación que sostuvo Romy con EL PAÍS, tiene una idea diferente. “El
trabajo que realizamos para ayudar a los niños es peligroso para los
políticos, porque hemos demostrado que la política no se interesa por
este problema”, sostiene. “Wowereit visitó este centro y también lo hizo
Claudia Roth, copresidenta de Los Verdes. Ambos prometieron muchas
cosas, pero nunca hicieron nada”, concluye.
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